Seguimos con el resumen y comentario de la Exhortación Apostólica “Alegraos y regocijaos” del Papa Francisco, con la que ha querido recordar la llamada que Dios hace a todos y cada uno a la santidad, santidad que ha de hacerse realidad “en las ocupaciones de cada día, allí donde cada uno se encuentra”. La semana pasada, hablamos, siguiendo al Papa, de dos de los peores enemigos que encontramos en el camino hacia la plenitud de la vida cristiana: de una parte, el gnosticismo que pone la santidad en adquirir un especial conocimiento de Dios, que permanece vedado al común de los cristianos y en el que la trascendencia de Dios queda difuminada. De otra, el pelagianismo que piensa poder alcanzar la santidad gracias a las propias fuerzas, al esfuerzo de la voluntad propia, que hace prácticamente innecesaria la gracia.
En el capítulo tercero de la Exhortación aprendemos, de la mano del Papa, en qué consiste realmente la santidad y cuál es el camino que conduce a ella. A la hora de definir la santidad, resulta indispensable volver la vista a la figura de Cristo “porque sólo Tú eres santo, sólo Tú Señor, sólo Tú altísimo Jesucristo”, como rezamos en el Gloria. En efecto, la santidad consiste en la identificación con Cristo, progresiva y sin límite, hasta alcanzar la “medida de Cristo en su plenitud” (Ef, 4, 13); o como dice la Exhortación, la santidad se alcanza cuando en nuestras vidas “se dibuja el rostro del Maestro, que estamos llamados a transparentar en lo cotidiano de nuestras vidas” (n. 63). No son tanto las obras exteriores las que nos dan la idea exacta de la santidad de una persona, sino el grado de caridad que ha alcanzado, ya que “el que ama ha cumplido el resto de la ley (…) por eso la plenitud de la ley es el amor” (Rom, 13, 8.10). Y el amor a Dios y al prójimo remite a Jesucristo como modelo: “Como yo os he amado, amaos también unos a otros” (Jn13, 34)
El camino para alcanzar la santidad lo señala el Papa con acertada concisión: “Aceptar cada día el camino del Evangelio, aunque nos traiga problemas” (n. 95). Y esta vía de la santidad se explicita con dos textos del Evangelio. El primero es el “Sermón de la montaña”, cuyo núcleo central está constituido por las Bienaventuranzas, el verdadero “carnet de identidad del cristiano” (n. 63). El estilo de vida que sugieren, la lógica que las impregna es muy distinta del estilo y de la lógica del mundo. Volver a escuchar la voz de Jesús que las propone en el fondo del alma no puede dejar de golpearnos; representan un desafío y mueven a un cambio de vida. Vale la pena meditar los números de la Exhortación que el Papa dedica a glosarlas (cfr. nn.63-93).
El segundo texto al que nos referimos es el del capítulo 25 de san Mateo que el Papa define como “el gran protocolo” (n. 95), el protocolo sobre el cual Dios nos juzgará. Una palabra sirve para resumirlo: “misericordia”, actitud que brota necesariamente en el corazón cuando se descubre el rostro de Cristo en el pobre que no tiene qué comer ni qué beber; que carece de vestido que lo cubra y de techo que lo proteja; que está privado de compañía y consuelo en el momento de la enfermedad y del abandono; que no cuenta con el auxilio ni de una oración en el momento de la muerte.
El Papa no deja lugar a ambigüedades: el camino de la santidad pasa por la misericordia: “Quien de verdad, dice, quiera dar gloria a Dios con su vida, quien realmente anhele santificarse para que su existencia glorifique al Santo, está llamado a obsesionarse, desgastarse y cansarse intentando vivir las obras de misericordia”. Es difícil escuchar estas palabras y dejarlas caer después en saco roto. Es difícil no sentirse tocado por ellas. Es difícil que no inciten a un sereno pero exigente examen de conciencia y no lleven a modificar algunas de nuestras actitudes. Y es difícil no sentirse conmovidos por otras semejantes de santa Teresa de Calcuta: “Él (Dios) baja y nos usa, a Usted y a mí, para ser su amor y su compasión en el mundo” (n. 107).