Queridos diocesanos:
Con la celebración litúrgica del miércoles de Ceniza inicia el tiempo santo de la Cuaresma. Casi sin solución de continuidad, de los Carnavales, ruidosos, bullangueros, divertidos y jocosos en algunos casos, excesivos y provocadores en otros, hemos pasado al rito severo y grave de la imposición de la ceniza, que nos recuerda la dimensión limitada de nuestra existencia, sellada con un inequívoco signo de caducidad.
Los cristianos solemos hablar de la Cuaresma como de uno de los “tiempos fuertes” del Año Litúrgico, a lo largo del cual la Iglesia pone ante nuestros ojos los misterios centrales de la fe. “Tiempo fuerte” porque posee un perfil bien definido, una identidad precisa en sus exigencias. La Cuaresma es un camino y un tiempo de conversión, de examen y rectificación que se encamina a la Pascua. Es ésta la que da sentido a la Cuaresma, desvelando su significado último y más profundo. Como dice el Catecismo de la Iglesia Católica, la Pascua no es simplemente una fiesta entre otras, sino que es la “Fiesta de las fiestas” y la “solemnidad de las solemnidades”, la que penetra con su luz y su fuerza todas las celebraciones cristianas.
Es importante contemplar la Cuaresma a la luz de la Pascua a la que se encamina. Vivir la Pascua es dejarse injertar en el misterio de Cristo, misterio de luz y de vida, que da lugar a un nuevo modo de existencia, guiada por el Espíritu del Resucitado. Morir con Cristo al pecado para resucitar y participar en la Vida del Cristo glorioso es lo que el Bautismo causa en quien lo recibe con la debida disposición. Es, pues, un sacramento radicalmente “pascual”. En la noche santa de la Pascua del Señor los catecúmenos son llevados hasta la fuente bautismal acompañados por la oración de toda la Iglesia, para ser purificados en la fuente de agua viva. Por eso también, el camino que conduce a la Pascua es tiempo en el que se hace memoria del Bautismo recibido.
La Cuaresma, por eso, como nos recuerda el Santo Padre en su Mensaje para este tiempo, es “una llamada a los cristianos a encarnar más intensa y concretamente el misterio pascual en su vida personal, familiar y social, en particular mediante el ayuno, la oración y la limosna” (n. 3). Estas y otras prácticas penitenciales nos ayudan a ordenar nuestros amores, a dar armonía a nuestra vida situando cada cosa en su sitio, a contrastar los valores que guían nuestra vida. El ayuno nos ayudará a superar la tentación de querer “devorarlo” todo para saciar nuestra codicia y avidez; la oración nos llevará reconocer que necesitamos del Señor y de su misericordia, superando cualquier tipo de autosuficiencia; y la limosna ahuyentará la falsa confianza en las riquezas como medio para asegurarnos el futuro. (cfr. n. 4).
Animo a todos para que este camino de conversión quede sellado por el sacramento de la Penitencia, que asegura el pleno perdón de los pecados al corazón contrito y humillado que recurre a la misericordia infinita de nuestro Padre Dios, y nos permite recuperar la comunión y la paz con los hermanos.