El Pan de la Palabra. Solemnidad de la Santísima Trinidad

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Tras las fiestas pascuales que concluíamos el domingo pasado con la
solemnidad de Pentecostés, este domingo celebramos la de la Santísima
Trinidad. Al escuchar este nombre inmediatamente nos viene a la cabeza el
galimatías: un solo Dios verdadero, tres personas diferentes. El misterio
de la Santísima Trinidad puede parecer a veces un juego de palabras con el
que los teólogos juegan a hablar de Dios. Pero el misterio de la Trinidad,
centro de nuestra fe cristiana (hemos sido bautizados en el hombre del
Padre, del Hijo y del Espíritu Santo), es un misterio que ante todo ha de
ser vivido.

Si existe una figura que nos puede ayudar a dar el paso del pensar a Dios
Trinidad a vivir a Dios Trinidad, ésa es la de Agustín de Hipona, San
Agustín. Cuenta la tradición que una vez que Agustín se convierte, paseando
por la playa se encuentra con un niño llevando cubos de agua del mar a un
pequeño agujero escavado en la arena. Agustín le pregunta qué hace. Y el
niño le responde: “Metiendo todo el agua del mar en este agujero”. Agustín
le indica que eso es imposible ante la inmensidad del mar y la pequeñez del
agujero. Y el niño le contesta: “Más difícil es que tú puedas meter en tu
cabeza el misterio de la Trinidad que yo todo el agua del mar en este
agujero”. Y así fue. San Agustín se dedicó a vivir el misterio de la
Santísima Trinidad en su día a día. Por eso, tenemos que aprender de
Agustín: la Trinidad no se piensa, se vive en el día a día. ¿Cómo podemos
vivir este misterio?

Agustín lo primero que descubre, y así lo expresa en sus Confesiones, es
que perdió mucho tiempo buscando por caminos equivocados: “Y yo buscaba el
camino para adquirir un vigor que me hiciera capaz de gozar de ti, y no lo
encontraba, hasta que me abracé al mediador entre Dios y los hombres, el
hombre Cristo Jesús, el que está por encima de todo, Dios bendito por los
siglos, que me llamaba y me decía: Yo soy el camino de la verdad, y la
vida, y el que mezcla aquel alimento, que yo no podía asimilar, con la
carne, ya que la Palabra se hizo carne, para que, en atención a nuestro
estado de infancia, se convirtiera en leche tu sabiduría por la que creaste
todas las cosas. ¡Tarde te amé, Hermosura tan antigua y tan nueva, tarde te
amé! Y tú estabas dentro de mí y yo afuera, y así por fuera te buscaba; y,
deforme como era, me lanzaba sobre estas cosas hermosas que tú creaste. Tú
estabas conmigo, mas yo no estaba contigo. Reteníanme lejos de ti aquellas
cosas que, si no estuviesen en ti, no existirían. Me llamaste y clamaste, y
quebrantaste mi sordera; brillaste y resplandeciste, y curaste mi ceguera;
exhalaste tu perfume, y lo aspiré, y ahora te anhelo; gusté de ti, y ahora
siento hambre y sed de ti; me tocaste, y deseé con ansia la paz que procede
de ti”. A muchos de nosotros nos sucede algo parecido. Andamos buscando a
Dios fuera, en mil cosas, en mil experiencias, y nos olvidamos de vivir
hacia dentro, de buscar y bucear dentro de nosotros mismos donde nos habita
Dios-Trinidad.

Precisamente la segunda lectura de este domingo tomada de la carta a los
Romanos nos invita a esto, a dejarnos llevar por el Espíritu que nos ha
dado Dios y que vive dentro de nosotros, un Espíritu que concuerda con
nuestro espíritu y da testimonio: somos hijos de Dios, tenemos un espíritu
de hijos para vivir en la confianza de quien puede llamar a Dios “Padre,
como Jesús lo llamaba “Abba”. El creyente, pues, vive el misterio de la
Trinidad cuando se abandona, cuando confía profundamente en este Dios-Amor
que no es solitario (es Padre, Hijo y Espíritu Santo). Quien vive este
misterio vive confiado en las manos de Dios, no teme nada, porque sabe de
quién es hijo; es hijo del Amor. “Tú estabas conmigo, mas yo no estaba
contigo”, dice Agustín. Quien no vive este misterio no sabe, no
experimenta, no saborea la compañía de Dios; en cambio, quien vive la
Trinidad es capaz de saborear todo ese amor que Dios nos tiene, es capaz de
intuir ese misterio de Dios-Amor que se ha manifestado en Jesús de Nazaret.»

«La lectura del libro del Deuteronomio muestra la experiencia de encuentro
entre Dios y el pueblo de Israel. Un Dios que ha manifestado su misterio de
amor saliendo al encuentro de un atajo de esclavos en Egipto y mostrándoles
su cercanía, su salvación. Ese Dios se ha manifestado definitivamente y
como nunca lo había esperado ni soñado el ser humano en Jesús de Nazaret.
Dios no es un Dios abstracto, una idea, un Dios lejano y distante. ¡¡¡No!!!
Dios es hombre, se ha hecho carne, y en Jesús de Nazaret la Palabra eterna,
el misterio que narra y cuenta a Dios, se ha explicado como nunca: se ha
hecho palpable, amigo… San Agustín nos dice que fue Jesús el que le condujo
a hacer esta experiencia de Dios: “Y yo buscaba el camino para adquirir un
vigor que me hiciera capaz de gozar de ti, y no lo encontraba, hasta que me
abracé al mediador entre Dios y los hombres, el hombre Cristo Jesús, el que
está por encima de todo”. Jesús es quien nos introduce en esta experiencia
de Dios y por eso, cuando envía a sus discípulos, lo hace con la tarea de
bautizar en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo, es decir,
sumergir, introducir a otros en el gran misterio de Dios.

Jesús fue el que vivió el misterio de Dios. No tuvo grandes discursos sobre
Dios. Lo que hizo fue dejarse mover por el Espíritu de Dios, por su fuerza,
y vivir siempre confiando en Dios Padre y en su voluntad. Y esto lo hizo en
su día a día, viviendo el amor, perdonando, sirviendo, buscando momentos de
intimidad con Dios en la noche y en la montaña para conversar con Él, hasta
el extremo de dar su vida por nosotros.

Éste es nuestro Dios, este es el misterio que hoy celebramos. Un Dios con
olor y sabor a hogar familiar, un Dios familia: un Padre bueno con entrañas
de Madre; un Hijo que se ha hecho carne en Jesús, quien se ha quedado en
ese Pan de vida que Dios siempre dispone en la mesa de la Eucaristía para
todos sus hijos e hijas; un Espíritu que lo invade todo, que impregna con
su buen olor y con su fuerza este hogar de Dios que es el mundo y que es el
corazón de cada uno de nosotros.

Sabed que yo estoy con vosotros todos los días hasta el fin del mundo” es
lo que dice a los discípulos el Señor y es la certeza desde la que el
creyente puede vivir en confianza el misterio de Dios y sumergirse en Él en
medio de todas las vicisitudes de la vida.

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