El Pan de la Palabra. Solemnidad de Pentecostés

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Culminamos las fiestas de Pascua con esta solemnidad de Pentecostés y Dios nos quiere hacer, junto a su Hijo que se ha quedado en la Eucaristía en el pan y el vino, otro gran regalo, su Espíritu. Por eso, la liturgia de estos últimos días nos invitaba a pedir a Dios este regalo sin el que no podemos ser verdaderamente creyentes, sin el que no somos capaces de descubrir nuestra identidad más profunda de hijos de Dios. Con el salmista y la secuencia, hoy queremos que nuestra celebración sea una gran invocación: “¡Ven, Espíritu divino, dulce huésped del alma!”; “¡Envía tu Espíritu, Señor, y repuebla la faz de la tierra!”. Sí, toda la tierra, para que entre todos podamos lograr que realmente el mundo sea creación, obra de Dios, llena de su amor. Todos tenemos necesidad de que Dios nos habite, nos llene y nos plenifique con su Espíritu. Tenemos que salir de nuestros miedos, de nuestros temores y mostrar con nuestras vidas las maravillas de Dios, ser testigos del Evangelio. Y sin el Espíritu no podemos lograrlo.

El evangelio nos ofrece hoy una clave para comprender y profundizar en el Espíritu de Dios, ese amigo invisible y la relación que hay entre los dos grandes dones que Dios nos ha hecho:

+ Sucede el primer día de la semana, nuestro domingo. Día del Señor, de la resurrección, día en que la comunidad se reúne en el cenáculo para recordar las palabras de Jesús. Además, ese primer domingo de la historia del cristianismo estaba tan cercano a la Última Cena: en aquella sala se sentía la emoción aún de la cena de amigos con la que Jesús había resumido su vida y había dado sentido anticipadamente a su muerte; aún se oía el eco de las palabras de Jesús: “Tomad y comed… Tomad y bebed… Esto es mi cuerpo… Es mi sangre que se entrega por vosotros”; todavía se distingue la figura del Maestro arrodillado a los pies de sus discípulos lavándole los pies: “Haced esto unos con otros”… Es en la Eucaristía de cada domingo donde Jesús se sigue haciendo presente de un modo especial, donde se distingue aún su figura de Siervo, donde se escuchan sus palabras de vida que nos impulsan a salir de nuestros miedos. La Eucaristía dominical frecuentada es la que nos va ayudando a empaparnos de las maneras de Dios, de las actitudes de Jesús… En torno a la mesa de la Eucaristía Dios nos va haciendo comprender y entrar en la lógica del Reino, nos da a conocer sus proyecto de fraternidad universal para este mundo salido de su boca: Espíritu y Palabra han creado este mundo; con el Espíritu que nos hace hijos y con la Palabra que se hace Pan de hijos podemos seguir la tarea iniciada por Dios y confiada a nuestras manos.

En torno a esta mesa, domingo tras domingo, el creyente se va empapando, va haciendo suyo el espíritu de la familia que es Dios, porque Dios es comunidad de vida y amor, es familia, es Padre con entrañas de Madre, es Hijo, es Espíritu… En torno a la mesa de la Eucaristía, el discípulo va haciendo suyo el estilo de Jesús… En torno a la mesa de la Eucaristía, el creyente alimentado con el Pan y la Palabra y animado por el Espíritu de Dios, descubre que es, como dice la segunda lectura, miembro del cuerpo, miembro necesario, miembro que ha de poner sus dones, sus talentos, al servicio del bien común, al servicio del proyecto de Dios: porque “Dios que obra todo en todos. Pero a cada cual se le otorga la manifestación del Espíritu para el bien común”.

Así, los cristianos que celebran la Eucaristía cada domingo, reconciliados por el Resucitado, llenos de su paz, movidos por el Espíritu, descubren la llamada y el encargo de la misión de parte del Señor: “Como el Padre me ha enviado, así os envío yo”. “Como”, con las mismas maneras, del mismo modo, con las mismas actitudes que el Padre y que Jesús, nosotros somos enviados para que todos los hombres y mujeres puedan oír hablar de las grandezas de Dios en su propia lengua, como dice el libro de los Hechos de los apóstoles.

Que la celebración de esta fiesta del Espíritu nos renueve por dentro. Que seamos dóciles al Espíritu de Dios, que nos abramos a él y le dejemos hospedarse en nuestro interior. Él será capaz de llenarnos, desde el hondón de nuestra alma, de alegría y paz.

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