Nos vamos acercando al final de la Pascua. En los últimos días en la lectura del evangelio de Juan que nos acompaña durante este tiempo fascinante nos ha permitido volver a escuchar parte del largo discurso de despedida que Jesús realiza tras la última cena. Estas palabras están cargadas de la fuerza y la intensidad de las últimas recomendaciones y enseñanzas de Jesús a sus discípulos, con los que acaba de compartir la intimidad de la mesa, ante los que ha mostrado un amor extremado, ante los que se ha arrodillado para lavarles los pies…
El evangelio de este domingo está tomado del capítulo 14 de Juan y en él aparece ya una figura que nos adelanta el final de la Pascua: el Espíritu santo. Éste es el gran don que Jesús nos deja y que entrega en la cruz con su último aliento al expirar. En ese momento, manifestación de su amor extremado (“No hay amor más grande que el que da la vida por sus amigos”; “Como el Padre me ha amado, así os he amado yo”…), Jesús lo da todo, sin reservarse absolutamente nada. Sus últimas palabras en la cruz, según nos narra Juan, son: “Todo está cumplido”. Y apuntilla este evangelista: “E inclinando la cabeza, entregó el espíritu”. Fruto del amor hasta el extremo es el gran don del Espíritu. No es cualquier don, porque con el Espíritu nos da todo, nos regala su vida, su amor, su fuerza, su inteligencia…
Jesús está a punto de dejar a sus discípulos y les promete el envío del Espíritu santo, el cual es definido como el Defensor. Más concretamente será el Padre el que envíe al Espíritu. El Padre envió al Hijo al mundo para que éste fuera salvado y tuviera vida en abundancia. Ahora envía al Espíritu para que sus discípulos terminen de comprender el sentido de todo lo que Jesús ha intentado mostrar: el Espíritu les enseñará todo y les irá recordando todo lo que Jesús les ha dicho.
Ante lo que se avecina los discípulos no han de tener miedo. Jesús quiere dejarles la paz, que es na paz muy especial, es la paz que se construye, que se trabaja, que se busca con ahínco, que se siembra sin emplear la violencia, que se empeña con todas sus fuerzas en instaurar la justicia. Es la paz que brota ante todo de saberse acompañado, amado, más aún, habitado por Dios Padre: «El que me ama guardará mi palabra, y mi Padre lo amará, y vendremos a él y haremos morada en él».
Los discípulos, ante la próxima ausencia de Jesús, han de manifestar el amor a su Maestro guardando sus palabras. Será ésta la presencia más real y cotidiana de Jesús: su Palabra proclamada, entendida, meditada y rezada. En esa tarea de acogida y custodia de la palabra de Jesús el Espíritu Santo será el maestro interior que conducirá a la verdad plena. Quien acoge la palabra de Jesús, la guarda y la profundiza, ayudado por la luz del Espíritu, termina por descubrirse habitado por este Dios que es Padre, Hijo y Espíritu, por este Dios que es Amor, Palabra y Aliento.
Esto es lo que Pablo y Bernabé experimentaron y les impulsó a llevar la buena noticia del Amor de Dios también a los gentiles, a los paganos, a todos los hombres y mujeres sin excepción, para que, como dice el salmista, todos los pueblos alaben a Dios.
Que estos próximos días de Pascua nos impulsen a pedir con insistencia al Señor que nos dé su Espíritu para que guiados por su luz podamos acoger la Palabra y descubrirnos habitados por un Dios que es amor, compañía, diálogo, aliento de vida.
¡¡¡Feliz domingo a tod@s!!!