El Pan de la Palabra. XI Domingo del Tiempo Ordinario

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El domingo pasado retomábamos el tiempo ordinario, y con él la lectura del evangelio de Marcos. La semana pasada el evangelio nos ponía delante diversas posturas respecto a Jesús. En primer lugar, estaba su familia, que considera que Jesús está loco y lo buscan. No comprenden que uno de los suyos hable así de Dios. En segundo lugar, estaban los escribas, que lo veían como a un endemoniado, que hace el bien en nombre de Belcebú. Éstos no pueden aceptar un Dios como el que anuncia Jesús con sus palabras y sus obras: un Dios que busca a Leví, un publicano; que se salta las normas de pureza para buscar ante todo el bien del ser humano. Y, finalmente, aquellos que sentados alrededor de Jesús, escuchando sus palabras, contemplando sus gestos, hacen la voluntad de Dios. Y la voluntad de Dios es que el Reino se abra paso y vaya creciendo y transformando nuestro mundo y el corazón de cada uno de nosotros. Un Reino tan diferente a lo que cabría imaginar que exige dos actitudes por parte nuestra. La primera es la conversión, palabra que traducida al pie de la letra sería “cambio de mentalidad”. El Reino que Jesús anuncia, ciertamente, requiere pensar de otra manera, mirar de modo diferente la vida y a los demás. Quien mira con los ojos de siempre ve lo que los familiares de Jesús y lo que los escribas: un loco o un endemoniado. Quien mira con profundidad lo pequeño, lo cotidiano, descubre la presencia de Dios que se va abriendo paso, sin imponerse, y se llena de alegría, porque este hecho es realmente una buena noticia, es Evangelio. Ésta es precisamente la segunda actitud requerida ante la realidad del Reino, creer, fiarse de esta buena noticia. ¡Un Reino, el de Dios, que no se impone, que crece poco a poco, que genera vida para todos y transforma desde dentro a las personas y este mundo, sí que es una buena noticia!

Pues para ayudar a mirar la vida de un modo diferente, para empujarnos a descubrir la profundidad de la realidad, y con ello la presencia de Dios, Jesús contaba parábolas como las que escuchamos en el evangelio. Comparaciones que son relatos abiertos, que no dejan indiferentes y nos invitan a entrar y a pensar. Porque solamente quien se interroga, como lo hace un niño, con admiración, descubre el mundo y la vida habitados por Dios.

El Dios del Reino y el Reino de Dios no es un poderoso guerrero ni un señor potentado. No. Ante todo, es semilla. La semilla que un hombre siembra en el campo (cebada o trigo), o la minúscula semilla de mostaza, una de la más pequeñas que se conocían en aquel tiempo, una semilla como la punta de un alfiler. El Reino es algo pequeño, insignificante, discreto, cotidiano. El Reino no se impone, se siembra. Y esta tarea requiere nuestro empeño y esfuerzo. El que siembra confía. El resto lo hace Dios: hace crecer y fructificar, convierte la minúscula semilla de mostaza en arbusto acogedor para pájaros que anidan entre sus ramas y buscan cobijo.

El Dios de Jesús se revela en lo pequeño, en lo aparentemente insignificante, en lo cotidiano. Desde ahí, sin imposiciones, se va abriendo paso en la historia y en la vida gracias a los hombres y mujeres que se abren a su lógica y a su estilo discreto. Esta lógica, la de Dios, la de lo imposible, la del don, la de la gracia, la expresa muy bien el mismo Dios por boca del profeta Ezequiel en la primera lectura: “yo soy el Señor, que humilla los árboles altos y ensalza los árboles humildes, que seca los árboles lozanos y hace florecer los árboles secos”. Este es el Dios de lo imposible, de las causas perdidas, el que abre caminos en el mar y en el desierto, el que, como dice san Pablo en la segunda lectura, nos ha preparado un destino de eternidad hacia el que nos encaminamos confiados, aunque no veamos con claridad.

En este sentido, Jesús nos ha enseñado a mirar la vida y la realidad con unos ojos diferentes, capaces de descubrir los guiños de Dios que se abre paso y se hace presente en el mundo discretamente. Y, como decía más arriba, gracias a que hombres y mujeres miran así el mundo, el Reino sigue vivo y actuante, se abre paso y transforma la historia y la vida. Y si no os lo creéis, pensad en la vida de los grandes santos, de los hombres y mujeres de bien y de buena voluntad que sembraron su vida, pequeña semilla insignificante, y con los modos de Dios, con paciencia y discreción, transformaron y transforman su propia vida y su entorno. Hombres y mujeres que decidieron dejar a Dios reinar en sus vidas y cambiaron su pequeño mundo, lo preñaron de Dios, es decir, de Vida abundante y para todos. Hombres y mujeres sin poder ni dinero, porque bien sabían que con poder y dinero lo único que se genera es violencia, luchas de poder, guerras por la riqueza. Dios y sus huestes cambian el mundo con otros métodos, sin violencia, al estilo de la semilla que crece y fructifica sin que sepamos cómo lo hace. Madre Teresa de Calcuta, Vicente Ferrer, Nicolás Castellanos, Óscar Romero, la mujer anónima que cocina en un comedor social de Cáritas, esos voluntarios de Cáritas que se han ofrecido para acoger a los refugiados que vienen en barco a Valencia… Los poderosos de turno, los políticos, muchas veces buscan la foto, el oportunismo, la propaganda… Pero ninguno de ellos se lleva a su casa a un refugiado, ninguno de ellos dedica algo de su tiempo y gratis a esta gente, ninguno de ellos se preocupará por ellos más allá de pasado mañana, cuando ya no es noticia que vende imagen y prestigio… Serán los pequeños, los voluntarios, los que han descubierto el camino de Dios para transformar el mundo, los que creen en la gratuidad y confían en la acción de Dios.

De esto es de lo que habla el evangelio de hoy, un evangelio que tenemos que pensar profundamente y que tenemos que ir creyéndonos. Hablamos poco del Reino, no terminamos de creer en su poder transformador porque quizás nos falta fe en Dios, en sus tiempos, en sus modos y en sus caminos. Dios es el que hace que crezca el Reino sembrado; Dios es el que transforma nuestros pequeños empeños y esfuerzos en grandes obras capaces de beneficiar a muchos. El Reino de Dios sigue presente y actuando allá donde se trabaja por él y se cree en él.

Que el evangelio de este domingo nos lleve a reflexionar profundamente sobre la realidad del reino. Una realidad que con Jesús se ha hecho presente y definitivo en nuestro mundo.

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