El Pan de la Palabra. XXVI Domingo del Tiempo Ordinario

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En el camino que conduce desde Cesarea de Filipo hasta Jerusalén Jesús continúa instruyendo a sus discípulos. Cuenta Marcos, tal como hemos visto estos últimos domingos, que en ese camino Jesús se centra en sus discípulos de un modo especial y les habla con una claridad tremenda. Esa atención y dedicación de Jesús a los suyos a diferencia del resto de la gente pudo hacer crecer entre los discípulos un sentimiento muy fuerte de identidad como grupo ligado a Jesús de un modo diferente y especial. Dicho de otro modo, los discípulos de Jesús se sintieron y se creyeron diferentes, se apropiaron de Jesús y de la causa de Dios que no es otra que la del Reino, y la consideraron exclusivamente suya.

Por eso hoy, ante el hecho de que alguien anuncia el Reino, trabaja por que el proyecto de Dios avance Juan se queja a Jesús de que uno echaba demonios en nombre suyo y se lo habían intentado impedir porque no era del grupo. Echar demonios era uno de los signos que realizaba Jesús como signo de que el Reino se iba abriendo paso en este mundo y este personaje anónimo que no pertenecía al grupo de los Doce lo hacía en nombre de Jesús.

En esta escena contrastan dos formas de mirar las cosas. Los discípulos que se sienten el grupo de Jesús no toleran que otros trabajen en la misma dirección y en nombre de Jesús. Ese desconocido no hace otra cosa que llevar a cabo una de las órdenes que Jesús da a los Doce al enviarlos a la misión: expulsar demonios, luchar contra el mal que atenaza a tantas personas… En cambio, Jesús sabe que será mucho mejor cuantos más se sumen a la tarea de promover y extender el Reino de Dios. Además, este desconocido lo hace en nombre de Jesús. Lo importante lo resume Jesús en la frase: “el que no está contra nosotros, está a favor nuestro”. Los discípulos de Jesús tienen que aprender a descubrir todas las personas e iniciativas que, bien en nombre de Jesús o bien en cualquier otro nombre, miren por la concordia entre las personas y a favor de su dignidad.

El problema que se refleja aquí está a la orden del día en nuestras comunidades cristianas, en nuestra iglesia a todos los niveles: a nivel de parroquia, de iglesia diocesana… Estamos demasiado habituados a ver grupos o a pertenecer a grupos que confiados en su identidad se convierten en intolerantes no ya contra quienes están fuera de la iglesia, sino contra quienes sin pertenecer a su grupo realizan el bien, trabajan por causas que están en consonancia con el Evangelio y lo hacen en el nombre del mismo Jesús. Como dice Enzo Bianchi hoy en su comentario, «la verdadera pregunta que debemos hacernos no es, por tanto: «¿Quién está contra mí, contra nosotros?», sino más bien: «¿Soy yo, somos nosotros de Cristo?» Escribe el Apóstol Pablo: “Todo es vuestro, pero vosotros sois de Cristo y Cristo es de Dios” (1 Cor 3,22-23). O bien: si no somos de Cristo, si no tenemos sus “modos” (cf. Didajé 11,8), si no asumimos sus comportamientos y su pensamiento (cf. 1 Cor 2,16), no somos nada: no tenemos sal en nosotros mismos, sino que somos como la sal insípida (cf. Mc 9,50), que “sirve solo para ser tirada y pisoteada” (Mt 5,13). Nuestra responsabilidad es la de luchar cada día contra nosotros mismos, no contra presuntos enemigos externos, porque nada ni nadie puede impedirnos vivir el Evangelio, ¡excepto nosotros mismos!»

A los discípulos del evangelio de Marcos y a muchos de nosotros nos falta muy a menudo la amplitud de miras que refleja Moisés en el libro de los Números frente a una situación similar a la del evangelio de hoy. Moisés, que tenía una relación muy especial con Dios puesto que era el único que departía cara a cara con Él, no se arroga ningún privilegio ni la posesión del Espíritu de Dios. Conoce a Dios bien y sabe que Dios da su Espíritu a quien quiere para que impulse hacia delante su proyecto. Y si se lo ha dado a dos que no estaban en la reunión es porque Dios quiere que también ellos profeticen. Moisés va más allá y termina exclamando: “¡Ojalá todo el pueblo del Señor fuera profeta y recibiera el espíritu del Señor!”.

La Palabra de Dios de este domingo nos debería llevar a reconsiderar cómo nos relacionamos dentro de la gran iglesia a la que pertenecemos, sobre todo la diocesana, con tantos grupos que la forman y tratan de trabajar por el Reino de Dios y su justicia (construir fraternidad y luchar contra todo lo que niega o va contra la dignidad del ser humano). En la tarea de construcción del proyecto de Dios todos somos necesarios. Lo importante es que ninguno de nuestros grupos pierda de vista que ni es el poseedor de la verdad ni está exento de equivocarse, sino que todos tratamos de seguir al mismo Maestro. Para ello no deberíamos hacer otra cosa que confrontarnos constantemente con la Palabra de Dios que pone a la luz todo.

En la Eucaristía dominical, mesa donde todos tenemos nuestro lugar y todos cabemos, debemos saborear y mostrar que realmente somos hermanos, respiramos y mamamos un mismo Espíritu, el de Dios, y podemos trabajar juntos a pesar de tantas diferencias porque comemos del mismo pan y bebemos del mismo cáliz.

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