El Pan de la Palabra. XXX Domingo del Tiempo Ordinario

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El evangelio que nos presenta la liturgia de este domingo es el final de la sección del camino: Jesús se dirige hacia Jerusalén, hacia su entrega y, mientras tanto, instruye a aquellos que han decidido seguirlo.

En ese camino por tres veces ha anunciado su pasión, muerte violenta y resurrección, y por tres veces sus discípulos no han querido comprender su destino y su misión. Y por tres veces, Jesús ha tomado de nuevo la palabra y ha instruido a sus discípulos. Éstos parecen ciegos que no quieren ver aquello que su Maestro les presenta con tanta claridad: seguirlo requiere renunciar a uno mismo, cargar con la cruz y seguirlo; entre los que decidan seguirlo el primer puesto y el de mayor importancia está reservado para quien se haga como un niño, para los pequeños, los de corazón limpio, para quien se haga último y servidor de todos, hasta el extremo de dar la propia vida como está dispuesto a hacer Jesús y como lo afirma con tanta claridad. Y a pesar de esta claridad con que habla Jesús, los discípulos queriendo como Pedro marcar el camino a su Maestro, o como los doce discutiendo por quién es el más importante de todos, o como los dos hermanos Santiago y Juan pidiendo con ambición ser los primeros en el Reino del que va hablando Jesús.

El hecho de que esto sucede en el camino significa que el aprendizaje de las actitudes del verdadero discípulo no se adquieren de una vez, sino que requiere:

+ seguir al Maestro, ponerse detrás y caminar: el seguimiento no es estático, sino dinámico, requiere estar dispuesto al cambio, siempre detrás del único Maestro;

+ seguir al Maestro durante toda la vida: los discípulos que parecen tan cortos en el evangelio de Marcos sabemos que terminaron descubriendo que el mejor modo de ser felices, de trabajar por el Reino, era vivir como su Maestro, y por eso Pedro testimonió con su vida su amor por Jesús, Santiago fue el primero de los Doce que derramó su sangre en Jerusalén en nombre de Jesús… El seguimiento, ser cristianos, es tarea para toda la vida: toda la vida hemos de estar dispuestos a revisar nuestras actitudes, confrontarnos con la enseñanza tan clara de Jesús en el Evangelio.

Pues bien, en este camino, al final aparece este ciego Bartimeo: hombre marginado, condenado a la indigencia, sentado al borde del camino. Pero su actitud y su respuesta serán tan diferentes a las de los personajes de estos dos últimos domingos (el joven rico y Santiago y Juan, los hijos del Zebedeo). Como los hijos del Zebedeo, Bartimeo se dirige a Jesús para hacerle una petición: aquellos le dicen: «Maestro, queremos que hagas lo que te vamos a pedir», Bartimeo le pide insistentemente y a gritos: «Hijo de David, Jesús, ten compasión de mí». Jesús les responde con la misma pregunta a ambos: «¿Qué quieres/queréis que haga por ti/vosotros?». Aquellos no veían lo que Jesús les venía anunciando y pidiendo durante el camino, y le piden puestos de honor y poder a su lado («Concédenos sentarnos en tu gloria uno a tu derecha y otro a tu izquierda»), pero Bartimeo, que se ha incorporado desde el borde del camino y ya se encuentra en él aún sin ver, le pide: «Maestro, que pueda ver». Y, en contraste con el joven rico al que Jesús invitó a desprenderse de su dinero y seguirlo por el camino hacia Jerusalén, es decir, hacia la entrega, Bartimeo, cuando recibe la llamada del Señor («Ánimo, levántate, que te llama»), suelta el manto, su única seguridad, se desprende de todo y está en disposición de seguir a Jesús por el camino en cuanto pueda ver.

Y será este ciego, símbolo de lo que han demostrado ser los discípulos (no estar en el camino de la cruz detrás de su Maestro, estar fuera, no ver…), el que realmente confíe en la Palabra de Jesús y encarne el seguimiento. Este ciego al oír que pasa Jesús por su lado y al saber que tiene fama de Mesías no duda en pedirle, como Mesías, que le devuelva la vista. Para el encuentro con Jesús, Bartimeo tiene que desprenderse de su seguridad, renunciar a todo, y así lo hace: tira su manto y salta. Y será el encuentro cara a cara con el Maestro el que le abrirá los ojos y podrá ver realmente. Se encontrará ante un Mesías diferente, un Mesías que va a entregar la vida como gesto de supremo amor y servicio. Y Bartimeo, ante el verdadero Mesías, el que no usa ni el poder ni la violencia. decidirá seguirlo por el camino. Es decir, estará dispuesto a entrar con Él en Jerusalén, en la pasión, y, como Él, también entregar su vida. Lo que ninguno de los Doce logró comprender, Bartimeo lo ha hecho, y por eso, «lo seguía por el camino», era un verdadero discípulo de Jesús.

Su grito anticipa la pasión que se inicia con la entrada en Jerusalén como Mesías pacífico sobre un burro, y muestra cómo el discípulo de Jesús es el que sigue a su Maestro hasta el final, hasta Jerusalén, hasta la cruz, para así participar de su verdadera gloria, la gloria del que entrega su vida por amor y la recupera de manos del Dios Amor.

Que como aquel ciego Bartimeo hoy nosotros también gritemos con confianza a Jesús: «¡Hijo de David, ten compasión de mí!» y le pidamos que nos ayude a ser cada día mejores discípulos suyos, que nos abra los ojos para que descubramos la lógica del verdadero discípulo

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