Entrevista a Monseñor José María Yanguas sobre las preguntas y la situación que nos está haciendo vivir la pandemia

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A continuación reproducimos la entrevista realizada por Carmen Moral al Obispo de Cuenca, Monseñor José María Yanguas, en el diario digital El Día digital.es https://eldiadigital.es/art/354388/monsenor-yanguas-sobre-la-pandemia-dios-actua-habitualmente-en-la-historia-y-en-la-vida-de-los-hombres

P.- Desde que la pandemia llegó a España, se han hecho muchos análisis desde la perspectiva humana, pero no desde la teológica, desde lo sobrenatural, desde la ciencia de Dios. ¿Hay alguna enseñanza acerca de eso? ¿Dios nos quiere decir algo?

R.- El Evangelio de san Lucas recoge unas palabas de Jesús que representan ya una primera y clara respuesta a su pregunta. El Señor se dirige a la gente que lo escucha y deja en el aire una pregunta para hacer reflexionar: “Cuando veis subir una nube por el poniente, decís en seguida: va a caer un aguacero. Cuando sopla el sur decís: Va a hacer bochorno, y sucede. Hipócritas, sabéis interpretar el aspecto de la tierra y del cielo, pues ¿cómo no sabéis interpretar el tiempo presente?” (Lc 12, 54-57). Jesús tilda de hipócritas a quienes dicen no saber interpretar los acontecimientos del tiempo presente, siendo así que su lectura está al alcance de todos. Se podría aplicar aquí aquella otra palabra de Jesús a sus discípulos después de la segunda multiplicación de los panes: ¿Aún no entendéis ni comprendéis? ¿Tenéis el corazón embotado? ¿Tenéis ojos y no veis, tenéis oídos y no oís?” (Mc 8, 17-18).

El mismo Concilio Vaticano II dio gran importancia a los “signos de los tiempos”, a los que quiso dar una respuesta leyéndolos e interpretándolos a la luz del Evangelio, de manera que éste resonará como Palabra de salvación en el corazón de los hombres de nuestros días. El Catecismo de la Iglesia Católica, siguiendo el testimonio de la Sagrada Escritura, enseña que “la solicitud de la divina providencia es concreta e inmediata; tiene cuidado de todo, desde las cosas más pequeñas hasta los grandes acontecimientos del mundo y de la historia” (n. 303). En el Evangelio Jesús nos recuerda: “¿No se venden un par de gorriones por un céntimo? Y sin embargo, ni uno solo cae al suelo, sin que lo disponga vuestro Padre. Pues vosotros hasta los cabellos de la cabeza tenéis contados” Mt 10, 29-30). Dios cuida de su pueblo, lo guía y le habla de mil modos.

Durante el confinamiento el Sr. Obispo delante de los restos de San Julián, grabó un vídeo de apoyo a todos los conquenses.

 

P.- ¿Dios castiga? ¿Dios se ha enfadado contra su pueblo? ¿Por qué?

R.- Partimos de una convicción presente en todas las religiones como elemento central de sus creencias: Dios es creador y remunerador. Premia y castiga. Así aparece también con claridad en el Nuevo Testamento. Basta leer, en efecto, el cap. 25 de san Mateo. Pero hemos de andar con mucho tiento cuando los hombres hablamos de Dios con las mismas categorías que usamos los hombres. Nos acecha siempre el peligro de aplicarlas a Dios sin hacer las necesarias distinciones. El principio de la analogía es fundamental en la Teología católica: al hablar de Dios las cosas son en parte igual, en parte diferentes.

P.- Si Dios no castiga, sí que está permitiendo que ocurra la pandemia. Lo que está ocurriendo entontes ¿es una permisión de Dios? ¿Por qué? ¿Él reina sobre la tierra y nada ocurre sin que Él lo permita?

R.- De nuevo vienen en nuestra ayuda unas palabras de la Escritura, en este caso del profeta Isaías: “Porque mis planes no son vuestros planes, vuestros caminos no son mis caminos, oráculo del Señor. Cuanto dista el cielo de la tierra, así distan mis caminos de los vuestros, y mis planes de vuestros planes” (55, 8-9).

La naturaleza tiene sus leyes y sigue su curso, salvo intervenciones milagrosas de Dios. Es verdad que habitualmente Dios actúa en la historia y en la vida de los hombres sirviéndose de lo que llamamos causas segundas, que de ese modo colaboran con la providencia divina. Como dice el Catecismo de la Iglesia Católica: “Es una verdad inseparable de la fe en Dios Creador: Dios actúa en las obras de sus criaturas. Es la causa primera que opera en y por las causas segundas” (n. 308). Dios quiere que todos los hombres se salven (cfr. Tim 2, 4); por eso, como dice el apóstol Pablo, “interviene en todas las cosas para bien de los que le aman” (Rom 8, 28).

De ahí que, si vemos las cosas con la suficiente perspectiva, podamos descubrir que Dios saca bien de los males, siempre que los hombres sepamos leer en los acontecimientos los mensajes de Dios, la palabra que nos dirige con ellos. Los hombres aprendemos de nuestros errores y equivocaciones siempre que sabemos entenderlos como tales. Hasta de nuestros pecados -cuando los reconocemos y nos arrepentimos de ellos-, se puede decir lo que la Iglesia canta el día de Viernes Santo: “¡Oh feliz culpa!”, refiriéndose a la salvación que nos trae Cristo, que lava con su muerte la culpa de Adán.

Un momento de la celebración del Corpus en el altar mayor de la Catedral.

P.- El apóstol San Pablo en Efesios 5, 6 dice: “Que nadie os engañe con argumentos falaces; estas cosas son las que atraen el castigo de Dios sobre los rebeldes”. ¿Somos merecedores de lo que nos está ocurriendo?

R.- Es indudable que hay quien piensa que la pandemia es un castigo de Dios. Pero quizás sea poco prudente dar una repuesta demasiado rápida y poco matizada, No por nada, sino porque podría estar, sencillamente, equivocada. También los hay, quizás son los más, que lo niegan “de entrada”: no ven ningún significado particular en la pandemia. No la entienden como una palabra con significado propio. La ven como un simple fenómeno, un suceso, un acontecimiento vacío de mensaje, de contenido: nada nos dice, piensan, y nadie nos habla en ella. No sería una realidad interpretable, pues no la contemplan como la palabra que alguien nos dirige, una “palabra” para decirnos algo.

Hablar de castigo puede despertar de inmediato la idea de un Dios vengador, justiciero, rencoroso y resentido con los hombres. Para entender que las cosas no son así en absoluto basta recordar las palabras de Jesús: “Yo he venido para que tengan vida y la tengan abundante” (Jn 10,10); o aquellas otras que Dios pone en boca del profeta Ezequiel: “Yo no me complazco en la muerte del malvado, sino en que se convierta y viva” (33, 11).

P.- ¿Qué debemos cambiar para que Dios esté contento con las obras de su pueblo?

R.- Ya antes de que Jesús comenzara su vida pública, Juan Bautista, el Precursor, gritaba en el desierto: “Preparad el camino del Señor, enderezad sus senderos. Se presentó Juan en el desierto bautizando y predicando un bautismo de conversión para el perdón de los pecados” (Mc 1, 3-4). Jesús, por su parte, inicia su ministerio en Galilea diciendo: “Se ha cumplido el tiempo y está cerca el reino de Dios. Convertíos y creed en el Evangelio” (Mc 1, 15). Cuando en los comienzos de la vida de la Iglesia, Pedro y los demás Apóstoles anunciaron el Evangelio de Jesús en Jerusalén, a los que los escuchaban, dice el texto sagrado, “se les traspasó el corazón” y preguntaron: “¿qué tenemos que hacer, hermanos?”.  La respuesta de los Apóstoles no fue otra sino una llamada a la conversión: “Convertíos y sea bautizado cada uno de vosotros en el nombre de Jesús el Mesías, para perdón de vuestros pecados” (Hch 2, 17-18). La respuesta, pues, a su pregunta, no puede ser otra que la de los Apóstoles: Convertirnos, reconocer nuestros pecados, pedir perdón por ellos.

 P-. ¿Qué debe cambiar la Iglesia para que Dios esté contento con su labor?

R-. Fundamentalmente, dejar que la Palabra de su Señor, el Evangelio, resuene en ella una y otra vez; dejarse interpelar por ella, que es “viva y eficaz, más tajante que espada de doble filo y penetra hasta el punto donde se dividen alma y espíritu” (Hb 4, 12). La escucha orante de la Palabra mantiene “viva y eficaz” a la Iglesia y le permite ser radicalmente fiel al Evangelio y a la misión que Dios le ha confiado. Por encima de los cambios, necesarios a veces, que puedan darse en su organización y en su estructura no esencial, es de la máxima importancia que todos en la Iglesia tomemos conciencia de la llamada a la santidad que Dios nos dirige y que entendamos que su misión es tarea que corresponde a todos y a cada uno, según, ciertamente, la vocación particular que cada fiel ha recibido.

P.- Debemos comprender que no somos nada y que estamos en sus manos.

R.- Son muchas las personas que han descubierto, que han “leído” en la pandemia que sufrimos desde hace ya casi un año un primer significado, una primera enseñanza: nos ha hecho ver que estamos lejos de ser “dueños y señores absolutos” del universo. La impotencia, al menos inicial, frente al virus, ha herido como un rejón nuestro orgullo y soberbia. Las torres de Babel construidas por los hombres nos han llevado a pensar que podemos llegar realmente a ser como Dios. Hemos olvidado que esta es precisamente la gran mentira que resuena desde los orígenes del mundo y que está en la razón de todo pecado. Hecho a imagen y semejanza de Dios, el hombre sucumbe a la tentación de creerse Dios y de hacer de su voluntad ley; se engaña pensando que puede suplantarle, que todo le está sometido y que no debe someterse a nada ni a nadie. Olvida la verdad que san Pablo recuerda con toda crudeza: “A ver, ¿quién te hace tan importante? ¿Tienes algo que no hayas recibido? Y si lo has recibido, ¿a qué tanto orgullo, como si nadie te lo hubiera dado” (1 Co, 4, 7).

Sí, muchos han descubierto en la pandemia una llamada a la humildad, un redescubrimiento de la propia fragilidad, de nuestra condición de criaturas que nos abre a la adoración, al reconocimiento de Aquel que está por encima de nosotros, de una Sabiduría que no es humana y que, solo ella, “conoce y entiende todas las cosas” (Sab 9, 11).

Aunque no era posible visitarlos, el Sr. Obispo desde la megafonía de la portería del Hospital de Santiago en la tarde de Nochebuena quiso felicitar la Navidad a todos los ancianos.

P.- ¿Esta pandemia es un castigo apocalíptico?

R-. Pienso haber respondido ya a esta pregunta. ¿Castigo o no castigo? La Palabra de Dios es de nuevo de gran ayuda para situar la cuestión en los términos más exactos posibles. Las palabras de la carta a los Hebreros que son copia de las que aparecen en el libro de los Proverbios (3, 11-12) son extraordinariamente iluminadoras y explican con exactitud el proceder de Dios: “Hijo mío, no rechaces la corrección del Señor ni te desanimes por su reprensión; porque el Señor reprende a los que ama y castiga a sus hijos preferidos (…) Dios os trata como hijos, pues ¿qué padre no corrige a sus hijos” (12, 5-8). Las palabras del texto “corrección”, “reprensión”, “castigo”, son intercambiables: el significado de las frases no cambia en nada si se substituyen unas con otras. Vemos además que el substantivo griego “paideía” (cuyo significado más habitual es el de “educación”) es traducido por “corrección”, y el verbo “paideuein” –de la misma raíz- por “castigar”. Así tenemos que “paideía” significa tanto educación como castigo, corrección o reprensión, seguramente por ser estos últimos parte integrante de la educación que un buen padre debe impartir a sus hijos. El “castigo” es un elemento importante de toda tarea educativa. Enseña a distinguir lo que está bien de lo que está mal.

Teniendo esto en cuenta, resulta más fácil comprender que para la Sagrada Escritura lo que los hombres llamamos castigo es, en realidad, un ejercicio de la paternidad divina, modo de pensar bien ajeno a nuestros esquemas mentales, en los cuales cualquier “castigo” tiene sentido negativo y es visto como un ejercicio de venganza o como instrumento o medio para aliviar la propia ira. En el caso de Dios no es así. El sentido o la razón del castigo, corrección o reprensión de Dios lo pone bien de manifiesto el libro del Apocalipsis cuando afirma: “Yo a los que amo, los reprendo y corrijo. Sé pues ferviente y arrepiéntete” (3, 19). La reprensión, corrección o castigo de Dios son, pues, parte de la educación que Dios da a sus hijos, y tiene su causa y razón de ser en el amor: a los que amo, dice el Señor, los reprendo o castigo, los corrijo para su bien, para que se conviertan. Esto mismo es lo que se pone de manifiesto en la parábola evangélica de la vid y los sarmientos: el labrador experto poda la vid, la castiga, la hiere, podríamos decir, para que dé aún más fruto (cfr. Jn 15, 2). La corrección de Dios es, pues, signo y expresión de su amor que reprende para educar y mover a la conversión: Dios busca solo el bien del hombre.

A través de las circunstancias actuales, Dios llama a todos a la conversión. Por eso sería una lectura completamente inadecuada de las mismas pensar que las víctimas de la pandemia son culpables de pecado y que los demás son, por el contrario, inocentes. Jesús lo deja claro cuando evoca el episodio del derrumbamiento de la torre de Siloé que causó numerosos muertos. ¿Pensáis, dice Jesús, que “aquellos dieciocho sobre los que cayó la torre de Siloé y los mató, eran más culpables que los demás habitantes de Jerusalén? Os digo que no; y si no os convertís, todos pereceréis de la misma manera” (Lc 13, 4-5).

El Sr. Obispo asiste de forma on line a la Asamblea Plenaria.

P-. ¿Debemos rezar para que esto pase o acatar la voluntad de Dios?

R.- En el Padre Nuestro, oración que el mismo Jesús nos enseñó, pedimos que se cumpla la voluntad de Dios en el cielo y en la tierra. El Señor quiere que lo pidamos porque sabe que la voluntad de Dios, como hemos dicho, representa siempre un bien para los hombres.

Naturalmente que debemos rezar para que pase la pandemia. Cuando lo hacemos no pretendemos “doblarle” el brazo a Dios nuestro Señor; sería algo absurdo. Rezamos y pedimos, aceptando siempre de antemano su voluntad. No siempre conocemos el exacto alcance de nuestras peticiones. Cuando la madre de los Zebedeos pidió a Jesús que sus dos hijos se sentarán uno a su derecha y el otro a su izquierda en su reino, el Señor le respondió: “No sabéis lo que pedís” (Mt 20, 22). Debemos rezar y pedir a Dios lo que consideramos bueno para nosotros, pero aceptando siempre su voluntad, pues conoce mejor que nosotros cuál es nuestro verdadero bien en el contexto actual y en el de toda nuestra vida. Su voluntad, lo repito, es siempre lo mejor para cada uno.

P.- Durante la pandemia ha muerto gente sola. ¿Dios estaba a su lado?

R.- Sí, claro. Dios nos compaña a lo largo de toda nuestra vida ofreciéndonos su ayuda y su gracia hasta el último momento, a la espera de poder acogernos junto a Él tras la muerte. La afirmación del Señor no deja lugar a dudas: quiere nuestra salvación, porque como ya he recordado, ha venido a la tierra para que tengamos vida y vida abundante, y ha querido morir por nosotros para abrirnos las puertas del cielo.

P-. ¿Creer hoy en Dios es un acto de rebeldía?

R-. Pienso que sí, en el sentido de que la fe, de una parte, supone dejarse en las manos de Dios sin condiciones ni reservas, y esto solo puede ser fruto de un decidido gesto de humildad al que se resiste la soberbia y la arrogancia humana. De otro lado, vivir en modo coherente con la fe requiere coraje, espíritu rebelde, como dice Ud., pues comporta con frecuencia ir contra corriente, no acomodarse al espíritu de ese mundo, ni ceder a los dogmas, teóricos y prácticos, que un cierto pensamiento totalitario quiere “imponernos” a todos. Se necesita, sí, coraje y una cierta dosis de rebeldía. Es fácil y tramposo decir que uno es católico y, a la vez, hacer selección caprichosa de las verdades de la fe, construir un credo a la propia medida y no esforzarse, al mismo tiempo, por vivir coherentemente esa fe en todos los ámbitos de la vida humana: personal, familiar, social, profesional, etc. Ese sería un católico demasiado cómodo, para nada genuino, sin ningún poder de atracción; un católico de “libro de registro de Bautismo”, nominal; figurará y se contará como tal, pero su catolicismo sonará no a falso, a algo postizo. La fe que no se traduce en testimonio de vida cristiana se debilita y se agosta.

P-. ¿Qué les diría a las personas que están enfermas, se sienten abandonadas por Dios y que le rezan cada día para recuperarse?

R-. Que sigan pidiendo a Dios nuestro Señor que pase este tiempo de prueba; que no cedan a la desesperanza; que no olviden que Dios está junto a ellos; que ofrezcan a Dios sus sufrimientos, asociándolos a los de Cristo, para que tengan un valor redentor; que la oración de los enfermos es especialmente grata a Dios nuestro Señor.

P-. ¿Cómo ha afectado la pandemia a la diócesis de Cuenca?

R-. Si se refiere a si han sido muchos los sacerdotes y religiosos contagiados y fallecidos a causa del coronavirus, puedo decirle que desgraciadamente han muerto ocho sacerdotes, en su mayoría de más de 80 años, siete en la primera ola y uno en esta última.

Por otra parte, como todos sabemos, los templos estuvieron cerrados al culto ordinario durante varias semanas en la primera gran acometida del virus. Las consecuencias de la pandemia se han dejado sentir sobre todo en la reducción del aforo de los templos a la hora de las celebraciones religiosas, y en las dificultades sufridas para mantener, reducidas en número y participantes, las actividades habituales de parroquias, movimientos y asociaciones. Es obligado rendir testimonio del espíritu de servicio de que han hecho gala tantos sacerdotes y muchos otros cristianos, agentes de pastoral o no, con su disponibilidad e iniciativas apropiadas a los tiempos vividos. Merece ser destacado su empeño por estar cercanos a la gente, ayudando a superar la soledad, avivando la esperanza en Dios nuestro Señor, animando y consolando en momentos verdaderamente difíciles: bastaría recordar los entierros celebrados a veces con la única presencia del sacerdote y de los empleados de la funeraria.

P-. ¿Cuál debe ser el papel de la Iglesia en tiempo de pandemia?

R-. No pienso que el “papel” de la Iglesia, como dice Ud., varíe demasiado en un tiempo u otro. Es el mismo Jesús quien le confió la misión que debe cumplir en cada momento: anunciar a todos -a los que están cerca y a los que están lejos- la Palabra de Dios, celebrar los sacramentos por los que nos llega la salvación, orientar y sostener a los fieles, despertar y animar en todos el espíritu de oración, cuidar especialmente de los más necesitados. Es fácil entender que, en momentos como los presentes, la Iglesia -todos y cada uno en la Iglesia-, ha de procurar de estar particularmente cercana a los que sufren, cuidar unos y de otros, avivar su confianza en Dios y alentar la esperanza del pueblo cristiano, ser servidores de la alegría, que nace de la fe en Dios, por más difícil que pueda resultar en esta hora.

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