Queridos hermanos:
Durante las últimas semanas hemos visto suprimido el canto del ¡alleluia!, el grito de júbilo del pueblo cristiano que Jesús adquirió con su sangre, librándolo de la esclavitud del príncipe de este mundo. Hoy vuelve a resonar en el mundo entero. Lo hace por tres veces, en plenitud de alegría. ¡Alleluia, alleluia, alleluia!, repite la Iglesia como embriagada de gozo: “Primicia de los muertos, reza la secuencia de la Misa, sabemos por tu gracia que estás resucitado, la muerte en ti no manda”. Si, como dice el apóstol Pablo, por el pecado entró la muerte en el mundo, la victoria de Cristo sobre el pecado es también el triunfo sobre la muerte. La Resurrección de Cristo es el triunfo de la vida que, ahora, está escondida con Cristo en Dios, pero que, cuando aparezca Cristo en su gloria, hará que también nosotros aparezcamos gloriosos juntamente con él.
El texto de la primera lectura que hemos escuchado reproduce la predicación de Pedro y anuncia el mensaje central de nuestra fe, el núcleo de la misma. La Buena Nueva se resume en unas pocas frases. En ellas se proclama que Jesús es el Ungido por el Espíritu de Dios: Jesús es el Cristo, el Ungido por antonomasia. Vivió haciendo el bien, curando a todos los oprimidos por el diablo, porque el poder de Dios estaba con él; le dieron muerte colgándolo de un madero. Pero Dios lo resucitó al tercer día y se manifestó a sus discípulos. Con qué fuerza y convicción lo recuerda san Pedro: se manifestó a nosotros, “que hemos comido y bebido con él después de su resurrección de entre los muertos”. Nuestra fe, hermanos, es una fe eclesial, se apoya en la fe de la Iglesia, en la fe de los apóstoles, que lo vieron vivo, aunque sabían con certeza que había muerto: José de Arimatea había tomado el cuerpo muerto de Jesús, lo había envuelto en una sábana limpia y lo había encerrado en un sepulcro nuevo escavado en la roca. Los Apóstoles recibieron el encargo de dar testimonio de su Resurrección y de que es Señor, juez de vivos y muertos, de que todo el que cree en él recibe el perdón de los pecados.
Los discípulos tardaron en rendirse a la evidencia de la Resurrección de Jesús. Como dice san Juan expresamente en su Evangelio: “no habían entendido la Escritura que él había de resucitar de entre los muertos”. Así lo atestigua también el pasaje de los discípulos de Emaús. Tuvieron que abrírseles los ojos de la inteligencia, pues estaban cerrados, para reconocer a Jesús que partía el pan. Por su parte, Pedro vio, como Juan, los lienzos tendidos por el suelo, y el sudario, que había cubierto su cabeza, en un lugar aparte. Pero no creyó de inmediato. Lo hizo, en cambio, Juan, que vio y creyó. La gracia es para todos, pero su tiempo es distinto para cada uno.
Cristo resucitado de entre los muertos, ya no muere más, dirá el apóstol Pablo (Rom 9, 6). No ha vuelto a la vida para morir de nuevo más adelante, como Lázaro, el hijo de la viuda de Naín o la hija de Jairo, jefe de la sinagoga (Lc 8, 52). Cristo ha resucitado a una vida nueva, distinta, ha entrado en la inmortalidad, en la vida sin fin, la vida contra la que la muerte ya no tiene ningún poder. Cristo ha vencido la muerte de manera definitiva. Del imponente misterio del sepulcro vacío, cuya piedra de entrada ha sido corrida, brota un rayo de luz que atraviesa la historia y la ilumina: su nombre es esperanza. Nace del Viviente, que ya no se cuenta entre los muertos.
Muertos y resucitados con Cristo por el Bautismos, los cristianos tenemos ya, en este mundo, el germen de la vida eterna, de la vida sin fin y gloriosa. De ahí la lógica de la fuerte amonestación de San Pablo en su primera carta a los Corintios: “Barred la levadura vieja para ser una masa nueva, ya que sois panes ácimos” (5, 6). Una vida nueva de la que se esperan frutos nuevos. Frutos de vida cristiana auténtica, los frutos que vemos en la misma vida de Cristo, los frutos del Espíritu: caridad, alegría, paz, paciencia, afabilidad, bondad, lealtad, modestia, dominio de sí. “Caminad en novedad de vida”, dice a los cristianos de Roma (6, 4), en la vida de Cristo Resucitado. No podemos hacer inútil la muerte de Cristo y no podemos empequeñecer la fuerza salvadora de su Resurrección. La vida de Cristo recibida en el Bautismo esta llamada a dar en nosotros frutos de vida auténticamente cristiana. Que así sea.