Homilía de Mons. José María Yanguas en la Misa de Clausura del Mes Misionero Extraordinario

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El sábado 26 de octubre, a las 18 horas, el obispo de la diócesis de Cuenca, Monseñor José María Yanguas, presidió la Misa de clausura del Mes Misionero Extraordinario en la Catedral.

Al finalizar tuvo lugar una celebración de envío de los agentes de pastoral de la diócesis: sacerdotes, catequistas, movimientos, profesores de religión, delegaciones, grupos parroquiales, jóvenes, etc. para vivir el mensaje “bautizados y enviados” propuesto este año por el Papa Francisco para este Mes Misionero Extraordinario.

A continuación la homilía completa que ofreció Monseñor José María Yanguas:

1) Concluimos con esta solemne Eucaristía el mes misionero extraordinario querido por el Papa Francisco. Un mes celebrado con una finalidad bien precisa, la de “despertar aún más la conciencia misionera de la missio ad gentes y de retomar con un nuevo impulso la trasformación misionera de la vida y de la pastoral”. Ojalá que en estos días todos hayamos sentido crecer en nosotros la clara conciencia que presidió y guió toda la vida de Nuestro Señor Jesucristo: la de haber sido enviado para anunciar la Buena Nueva y salvar a todas las gentes.

Pero el Papa deseaba algo más: la trasformación misionera de cada uno y de la pastoral de la Iglesia. En efecto, el lema para este mes misionero no deja lugar a dudas: “Bautizados y enviados: la Iglesia de Cristo en misión en el mundo”. Las primeras palabras nos identifican como cristianos. El discípulo del Señor es un bautizado-enviado, dos dimensiones de una misma y única realidad. No cabe un bautizado que no sea misionero, pues el Bautismo nos convierte en otros Cristos y Jesús es el enviado del Padre, “misionero” enviado por el Padre. Eso mismo somos cada uno de nosotros. La condición de misionero, de enviado, no se añade a la de cristiano. No es que se pueda ser cristiano sin saberse y actuar como enviado, depositario de una misión ineludible. Por eso al final de la Misa haremos el envío de todos para realizar la misma misión de Cristo: anunciar el Evangelio, al mundo entero. Hacer partícipes de la buena noticia a todos los hombres: Dios nuestro Padre ha querido devolvernos la condición de hijos suyos, de herederos del cielo, de constructores del Reino de justicia, de gracia, de santidad, de paz. Ciudadanos de ese reino que se empeñan en su edificación. Todos convocados y todos enviados. Una única  misión en la que cada uno toma parte y colabora según la propia vocación en la Iglesia: sacerdotes, religiosos, laicos, catequistas, los que trabajan en el ámbito de la caridad, de la justicia social, de los servicios distintos parroquiales, los pertenecientes a movimientos, etc. Y según la propia condición de soltero o casado, viudo, y en el puesto que ocupa en la sociedad. Todos. Todos. Cristianos estrechamente unidos a Cristo, identificados con Él por la gracia recibida, con unidad de misión.

2) Las primeras palabras del Decreto Ad Gentes del Concilio Vaticano II,  que trata de la actividad misionera de la Iglesia, nos recuerdan que ésta, “enviada por Dios a las gentes para ser ‘sacramento universal de salvación’, por exigencia íntima de su propia catolicidad, obediente al mandato  de su Fundador, se esfuerza en anunciar el Evangelio a todos los hombres”. “La evangelización es, en efecto, la tarea de la Iglesia” (Evangelii Gaudium, 111). La Iglesia existe y vive para la misión. Es inconcebible una Iglesia, una diócesis, una parroquia, una comunidad cristiana, encerrada en sí misma, sin proyección misionera. Pero sería un engaño pensar que la Iglesia es misionera por el simple hecho de que hay unos miles de hombres y mujeres a los que llamamos “misioneros”. No podemos confundir la exigencia misionera que deriva del Bautismo con el hecho de que existan unos “profesionales” de la misión, podríamos decir. “La nueva evangelización debe implicar un nuevo protagonismo de cada uno de los bautizados” (Evangelii Gaudium, 120). En virtud del Bautismo, cada miembro del Pueblo de Dios se ha convertido en discípulo misionero. Cada uno de los bautizados, cualquiera que sea su función en la Iglesia y el grado de ilustración de su fe, es un agente evangelizador, y sería inadecuado pensar en un esquema de evangelización llevado adelante por actores calificados, donde el resto del pueblo fiel sea solo receptivo de sus acciones. Tengo la íntima convicción de que sólo así se producirá la tan deseada transformación misionera de la Iglesia.

Es preciso que cada cristiano, en concreto cada uno de nosotros sintamos la gravedad de las palabras del Apóstol; “¡Ay de mi si no evangelizare!” (1 Co 9, 16). Cada uno debe aplicarse las palabras del Señor que, aunque nacidas en un contexto diverso, sirven muy bien a nuestro propósito: “Sólo una cosa es necesaria” (Lc 10, 42). Es nos llevará a preguntarnos con frecuencia: ¿He vivido hoy mi condición de misionero/a? ¿He anunciado a Jesucristo y su Evangelio con mi vida, con mi comportamiento, con mi trabajo bien hecho, con mi alegría y mi espíritu de servicio, con mi palabra también? Mi oración, ¿ha estado abierta a los demás, a sus necesidades, al mundo? Preguntémonos ¿qué más puedo hacer por mi marido o mujer, por mis hijos, por mis familiares y amigos, para que se abran a la Palabra de Dios, para que se acerquen más a Él? ¿Les doy buen ejemplo?, ¿soy generoso, optimista, positivo, sencillo? ¿Procuro sencilla y humildemente vivir mi vida cristiana como un ejercicio de amor, consciente de que lo primero y principal es la caridad que lleva a comprender, a disculpar, a perdonar, a olvidar, a devolver bien por mal; una caridad que es generosa, servicial, limpia, desprendida, alegre, humilde, cercana a todos?

No podemos, no debemos “achantarnos” ante las dificultades. Quien nos ha dado la misión, nos da también las gracias necesarias para cumplirla. El Papa nos pide dar un paso adelante; salir con ánimo de llegar a todos, pues no somos ni una Iglesia de gente perfecta ni somos sólo para los perfectos. Si fuera así, nosotros no seriamos parte de la Iglesia. Decididos, valientes, pues contamos con la ayuda de Dios. Identificadas las dificultades, que encontramos en casa, en el lugar del trabajo, en el ejercicio de la profesión, en el grupo, en la parroquia, preguntémonos: y yo, ¿qué puedo hacer aquí, ahora, con estas personas que Dios pone en mi camino? ¿Qué me propongo? ¿Cuáles son mis metas? Tampoco a nosotros, como a los Apóstoles, nos envía el Señor con soluciones hechas y medios abundantes. Al contrario, nos envía sin alforja, sin bolsa ni sandalias. Pero vamos con Él, con amor de Dios, con optimismo y alegría, con fuego en el corazón.

3) Acabamos de celebrar la memoria de San Antonio María Claret y en la Liturgia de las Horas de ese día, 24 de octubre, se nos recordaban unas palabras bellísimas y certeras del santo: “El amor de Cristo nos estimula y apremia a correr y volar con las alas del santo celo. El verdadero amante ama a Dios y a su prójimo; el verdadero celador es el mismo amante, pero en grado superior, según los grados de amor; de modo que, cuanto más amor tiene, por tanto mayor celo es compelido. Y, si uno no tiene celo, es señal de que tiene apagado en su corazón el fuego del amor, la caridad. Aquel que tiene celo desea y procura, por todos los medios posibles, que Dios sea siempre más conocido, amado y servido en esta vida y en la otra”.

Para renovar nuestras parroquias y comunidades, para ser una Iglesia en salida, necesitamos ante todo ese amor, ese celo. Necesitamos pasar ratos generosos en adoración ante el Santísimo sacramento, rezar con piedad cada día el Rosario a la Virgen, ser generosos en la mortificación, recibir con frecuencia, con más frecuencia, los sacramentos del perdón y de la Sagrada Eucaristía, hacer bien nuestros deberes…

La renovación que queremos para las parroquias de nuestra diócesis depende de que seamos “servidores con espíritu”, nuevos, renovados, servidores del buen vino del Evangelio de Jesús. Parroquias en las que se viva el amor de Dios, con espíritu de servicio; donde se celebre con alegría, se ore con intensidad y cada uno cuide de sus hermanos.

Es la renovación que buscamos con el nuevo Plan Pastoral que  nos ocupará los próximos años en las búsqueda de caminos para dar rostro a una Iglesia diocesana en salida. Cuento con todos. De todos necesitamos; de cada uno, aportando su grano de arena, conscientes de nuestra debilidad, pero también de la gran  cantidad de luz y de gracia que el Señor  pone en nuestros ojos y en nuestro corazón. Que la Virgen de las Angustias y San Julián de Cuenca sean  nuestros valedores delante  de Dios y sostengan nuestros deseos y trabajos. Amén.

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