Homilía de Monseñor José María Yanguas, Obispo de Cuenca, en la Solemnidad del Corpus Christi 2024

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Queridos hermanos, sacerdotes, autoridades, miembros de Cáritas Diocesana, Conferencias, Cáritas prroquiales, Cofradía del Ssmo. Sacramento, Junta de Cofradías, queridos fieles todos

Solemnidad del Corpus Domini, Días de la Caridad, una entre las más celebradas por el pueblo cristiano desde que comenzó a tener lugar en la segunda mitad del siglo XIII. Varios milagros eucarísticos que “hablaron” en favor de la presencia real de Cristo en la Eucaristía impulsaron de manera definitiva esta práctica cristiana, que no tardó en convertirse en costumbre bien consolidada. El Ssmo. Sacramento es llevado solemnemente en hermosas carrozas o en las manos del sacerdote por plazas y calles de nuestros pueblos y ciudades entre cánticos, música, incienso, flores y resonar de campana, acompañado sobre todo por las muestras de fe y de amor de los fieles.

La fe de la Iglesia contempla el misterio de la Eucaristía sin poder salir de su asombro, lo celebra con alegría y lo adora agradecida en silencio o con cánticos de letras inspiradas y música jubilosa. Es el misterium fidei, el misterio de la fe, el misterio de nuestra fe católica. Lo primero que se impone a nuestra consideración es que estamos ante un misterio, una realidad que pertenece al mundo de la fe. Algo, pues, a lo que no podemos asentir apoyándonos solo en nuestra razón; necesitamos del auxilio de la fe, ese “plus” de luz que es un regalo de Dios, y que Él concede a quien lo pide con humidad. Ante el misterio nadie puede presentarse con actitud arrogante, pretendiendo entender o comprenderlo como se hace con otras realidades difíciles de entender. Nos hacemos con ellas, logramos entenderlas no si esfuerzo, valiéndonos de argumentos humanos, racionales, apoyándonos en experimentos, análisis, pruebas matemáticas. Y nos acecha la tentación, a la que no pocos sucumben, de pensar que solo lo tangible, lo experimentable, lo demostrable es real, verdaderamente real y objetivo.

El misterio, en cambio, se antoja a muchos como algo que no es verdaderamente real; cae dentro del mundo de lo subjetivo; se lo tiene como algo perteneciente al universo de los gustos y de los sentimientos personales; se confunde a veces con lo meramente simbólico, una ilusión, una ficción, en fin. Se olvida así, pretenciosamente, que la demostración tal como se entiende habitualmente, no es el único modo de acceder a la realidad. Que las más hondas, las más profundamente humanas y por eso más divinas, no son objeto de demostración o de laboratorio; pertenecen precisamente al mundo de los misterios. Precisamente porque Dios es luz, puro amor en su ser o verdad más íntima, por eso es también inefable, y el acceso a dicha realidad, la más misteriosa, es un don, un regalo del amor de Dios. Estas realidades, las más densas de ser y de verdad no se conquistan, no se asaltan para hacernos con ellas: son don, se nos regalan. Pues bien, para el cristiano la Eucaristía es un misterio altísimo de amor, y por ello también de fe, que nunca acabaremos de entender del todo. Hoy tenemos ocasión de doblar nuestras rodillas ante este divino misterio, de hacer un sencillo acto de fe, rindiendo nuestra inteligencia humana, siempre limitada, ante la infinitud del misterio.

Adoramos y agradecemos este misterio de amor, porque es un misterio de “presencia”, de cercanía personal de alguien, Jesucristo, Hijo de Dios, que se oculta bajo las especies del pan y del vino y se nos da como alimento divino en nuestro caminar terreno: alimento que da vida eterna: “El que come mi carne y bebe mi sangre tiene vida eterna y yo lo resucitaré en el último día”. Agrademos este misterio de amor, porque el amor es siempre don, regalo a otro. No obedece sin más a razones, aunque las tenga; ni puede ser exigido, aunque podría haber motivos para ello. El amor auténtico es gratuito y tiene que ver con la libertad. No puede ser forzado, impuesto, ni comprado. Así lo dice el Cantar de los Cantares: “Si alguien quisiera comprar el amor con todas las riquezas de su casa, se haría despreciable (8,7). Hoy llevamos en procesión al Ssmo. Sacramento lo hacemos objeto de nuestra adoración, profesamos públicamente nuestro amor al Señor, motivados solo por el amor suyo que ha precedido el nuestro.

La Eucaristía es misterio de amor, de comunión. Sabemos que el amor tiene la virtud de hacer de dos vidas una sola: dos vidas distintas, pero con un mismo pensar, un mismo querer, un mismo sentir. A más o menos largo andar, el amor termina por lograr ese misterio de identificación. Se entiende, pues, muy bien, que la comunión del Cuerpo y de la Sangre del Señor requiera, al menos, un inicio de amistad, de amor. El pecado mortal, que hiere de muerte el amor, no tiene lugar en este misterio. Por eso no podemos comulgar, no podemos unirnos estrechísimamente con Jesús en la comunión eucarística, no podemos recibirlo con conciencia de pecado mortal. La comunión que es signo de amor se convertiría en una especie de beso de Judas que da lugar a la queja de Jesús: ¡Judas, con un beso entregas al hijo del hombre! Aquel beso falso, fingido mudó de naturaleza: en vez de ser signo de amor culminó una traición. Por eso nos advierte el Apóstol: Quien coma del pan y beba del cáliz del Señor indignamente, es reo del cuerpo y de la sangre del Señor (…), bebe su condenación” (1 Co, 11).

Se entiende también muy bien que hoy celebremos el Día de la Caridad. En el mensaje de los Obispos Españoles para este día se recogen unas exigentes palabras del Papa Benedicto XVI en la Exhortación Apostólica Sacramentum caritatis. Dice allí que” quien participa en la Eucaristía ha de empeñarse en construir la paz y denunciar las circunstancias que van contra la dignidad del hombre, por el cual Cristo ha derramado su sangre, afirmando así el valor tan alto de cada persona”. La comunión con Cristo no puede separarse de la comunión con los demás, especialmente con los más débiles y abandonados. Lo que hacemos o dejamos de hacer con quien padece hambre, sed, falta de vestido o casa, enfermedad, pobreza, en fin, lo hacemos o dejamos de hacer con Cristo (cfr. Mt 25, 35 ss.). Estemos atentos a estas palabras del Evangelio, precisamente hoy fiesta del Corpus Christi.

Avivemos nuestra fe en este augusto sacramento, venerémoslo con piedad, cuidando los gestos de respeto que la Iglesia nos enseña pues expresan la fe y dan testimonio público de ella, y cuidemos de aquellos con lo que Cristo se ha identificado. Amén.

Fotos:  J. Albendea (Voces de Cuenca)

 

 

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