Institución de la Sagrada Eucaristía. Tarde-noche de la víspera de la fiesta de la Pascua judía. Jesús está reunido con su doce Apóstoles, incluido por tanto Judas, que fue el que lo entregó, el traidor, que había ya concebido en su corazón su enorme vileza. Dos particulares, entre otros, ponen de manifiesto la singularidad del momento, que lo hacen verdaderamente único. El primero de ellos lo indica san Juan con estas palabras: “Sabiendo Jesús que había llegado su hora de pasar de este mundo al Padre” (Jn 13, 1). Jesús conoce que su muerte es inminente, que ha llegado, por fin, “su hora”. La hora del poder de las tinieblas y, a la vez, la hora de la salvación para toda la humanidad, el momento del más grande de los signos realizados por él en esta tierra. Toda la escena queda iluminada por un aire especial a la luz de estas palabras del Señor. Sabe que le queda muy poco. El tiempo urge.
La segunda nota que nos hace entender lo absolutamente especial de este instante la pone la indicación del mismo evangelista Juan sobre los sentimientos que embargan en ese momento el alma de Jesús: “Habiendo amado a los suyos que estaban en el mundo, los amó hasta el extremo” (ibídem). El mundo “en el que están todavía” los odia, como ha odiado al Maestro, pues el discípulo no puede ser más que el Maestro. Jesús en cambio lleva al extremo su amor hacia ellos, y en ellos hacia todos nosotros. La cercanía de la muerte de Jesús nos advierte de que estamos ante su testamento; el amor extremado del Señor a los suyos, nos pone sobre aviso de lo que va a suceder.
Y aún podemos hablar de un tercer detalle significativo, recordado esta vez por san Lucas en su Evangelio. Jesús se pone a la mesa con sus discípulos y les revela su estado de ánimo. Dice: “Ardientemente he deseado comer esta Pascua con vosotros antes de padecer, porque os digno que ya no la volveré a comer hasta que se cumpla en el reino de Dios”. “Ardientemente” ha esperado Jesús este momento, en que se va a ofrecer en sacrificio al Padre en cumplimiento de su voluntad y por la salvación de todos los hombres. Momento deseado de manera apasionada, con gran intensidad, el momento que, en última instancia, da razón de su existencia. Ha venido a este mundo para reparar las innumerables desobediencias de los hombres con su obediencia filial, amorosa, hasta la muerte. Nuestras desobediencias son redimidas con su obediencia sin límites. La desobediencia de nuestros primeros padres y las rebeldías de los hombres de todos los tiempos quedan reparadas en un solo acto de sumisión plena, íntegra, total a la voluntad del Padre, dándonos así ejemplo de vida.
Pero no adelantemos la consideración del misterio de la Cruz que adoraremos mañana, día de Viernes Santo, y contemplemos el proceder de Jesús en esta tarde de Jueves Santo. Actuación llamativa, sorprendente de Jesús; para nosotros sorprendente, inimaginable, impropia por completo de un hombre libre, pues es una acción que corresponde a los criados, a los esclavos: Jesús se quita el manto, como si se despojara no ya de su “forma” de Dios, de su ser Dios, sino, incluso, de su condición de hombre, pues se comporta como un esclavo y los esclavos no eran propiamente personas; eran considerados, más bien, cosas. Jesús toma una toalla, se la ciñe, echa agua en una jofaina “y se pone a lavar los pies a los discípulos”, un gesto tan insólito en aquel que los Apóstoles llaman Maestro y Señor, que Pedro se rebela: no está dispuesto a permitir que Jesús cumpla su propósito. Se niega. ¡El Padre le reveló en su momento que Jesús era el Mesías, el Hijo del Dios vivo!, sabe, un tanto a obscuras, quién es Jesús, y sabe muy bien quién es él mismo, Pedro. Y se niega a que Jesús le lave los pies. Quizás es la única cosa que nos parece bien en Pedro en esta noche de Pasión. Junto con sus lágrimas. El Maestro le imparte una enseñanza fundamental para quien estaba llamado a ser la piedra sobre la que se había de edificar la Iglesia; instrucción fundamental para él y para todos los que a lo largos de los siglos formaríamos parte de ella: “Si no te lavo, no tendrás parte conmigo”. Quien no esté dispuesto a amar y servir a los demás, con todas las deficiencias que se quiera, pero quien no está dispuesto a lavar los pies de sus hermanos, no tendrá parte con Jesús.
Estas palabras nos ayudan a entender un poco mejor el triple misterio que está en el centro de nuestra celebración: el misterio de la Eucaristía, del Pan partido y de la Sangre derramada para la salvación de los hombres; sacrificio perpetuado y siempre presente en la Iglesia bajo los signos sacramentales. Misterio que veneramos, que adoramos con profunda reverencia y que recibimos, con el corazón limpio de pecado grave, como alimento de vida.
El misterio del sacerdocio, cuyo último y más hondo significado no es otro que el de servir a la Eucaristía, renovando con el poder de Cristo, su divino sacrificio, y sirviendo de instrumento vivo para perdonar los pecados en el sacramento de la Penitencia, una suerte de prolongación del de la Eucaristía. Así lo sugieren las palabras que el sacerdote pronuncia sobre el cáliz en el momento de la Consagración: “Tomad y bebed todos de él, porque este es el cáliz de mi Sangre, Sangre de la nueva y eterna Alianza que será derramada por vosotros para el perdón de los pecados”. La Penitencia es como la aspersión sobre el pueblo de la sangre de la víctima sacrificada sobre el altar, por la cual somos purificados de nuestros pecados.
Y el misterio del amor de unos a otros, trasunto del amor a Dios, ya que, como afirma san Juan en su primera Carta: “Si alguno dice: ‘amo a Dios’, y aborrece a su hermano, es un mentiroso; pues quien no ama a su hermano, a quien ve, no puede amar a Dios, a quien no ve” (4, 20). La ley y los profetas: todas las leyes, mandatos, preceptos se sostienen en el amor a Dios con todo el corazón y al prójimo como a uno mismo. Este es el gran mandamiento, la razón de todos los demás. El amor a Dios y al prójimo constituyen, en efecto, el alma de toda ley y mandamiento de Dios y la primera y más importante ley de la Iglesia.
Meditemos esta tarde santa ante el Sacramento expuesto en la custodia en este triple misterio y don. Amén.
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