Homilía de Monseñor José María Yanguas durante la Vigilia Pascual

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Queridos hermanos:
Toda la historia de la humanidad, desde sus orígenes más remotos, gira en torno a dos momentos clave: el primero es el de la caída original, el pecado de desobediencia de Adán y Eva, padres de todos los hombres. Al inicio feliz y luminoso de la creación, con la gloria de Dios reflejándose en todas las criaturas, las del cielo y las de la tierra -pues el artífice de todas ellas es Dios-, sigue en seguida el triste episodio del primer pecado. Todas las cosas habían obedecido a la palabra creadora de Dios y, al terminar su obra, como un formidable artista, Dios pudo decir complacido: “vio todo lo que había hecho, y era muy bueno”.
El pecado de nuestros primeros padres, seducidos por el demonio, embustero y padre de todo embuste, extiende una sombra sobre la creación y sobre la recién formada familia humana. El mundo ya no será un paraíso, un jardín delicioso, sino suelo maldito por el pecado de Adán, del que, con fatiga, obtendremos el sustento, y en el que brotarán cardos y espinas. La familia será lugar de recelos, de acusaciones mutuas, de rencillas y muerte homicida. La creación ha quedado sometida al pecado. En el pecado de origen encuentran su última explicación y origen el mal moral en el mundo. No es fruto del azar, del acaso, ni tampoco de la fatalidad, de fuerzas ocultas: es consecuencia de nuestra libertad, del mal uso de nuestra libertad, de la codicia de querer ser como Dios.
El segundo momento capital de la historia humana es objeto de nuestra celebración: la Resurrección de Cristo. Con la obediencia de Cristo en la Cruz, obediencia que llega hasta la muerte, han sido perdonadas todas las desobediencias humanas; al pecado, dominador de la historia, ha sucedido la gracia que opera también en los hombres a lo largo de los siglos; el árbol del que colgaba el fruto de muerte, es ahora el árbol de la Cruz de la que pende el Salvador del mundo; la criatura humana, hecha a imagen y semejanza de Dios, pero desfigurada y afeada por el pecado, deja paso esta noche, a una carne glorificada; la unión de hombre y mujer herida de muerte por el pecado, pasa a ser ahora, redimida por Cristo, sacramento de la unidad de este con su Iglesia. La gran noticia, el feliz acontecimiento que celebramos esta noche es el del triunfo de la vida sobre la muerte, de la gracia que nos hace hijos de Dios, sobre el pecado que nos redujo a esclavos del diablo.
Creación fallida y re-creación definitiva. Una y otra, creación y nueva creación, acontecen en silencio, sin testigos, todo obra de Dios. La creación tuvo lugar mientras los hombres todavía no eran; la nueva creación acontece en la noche mientras los hombres duermen. En esta noche santa todo es nuevo. Nuevo el fuego que nos alumbra y calienta, y que, como hemos pedido, debe encender en nosotros deseos santos de llegar a las fiestas de la eterna luz. Nuevo el tiempo, tiempo de salvación, del que Cristo es Señor, como reza la liturgia en el rito del fuego: “Cristo ayer y hoy, principio y fin, alfa y omega, suyo es el tiempo y la eternidad. A él la gloria y el poder, por los siglos de los siglos”. Nueva el agua, por la que son regenerados los hijos de Dios; nueva porque hemos sido salvados por ella, no salvados de ella, como lo fueron los israelitas en su paso por el Mar Rojo; nueva porque limpia y purifica del pecado y nos devuelve a la condición primera.
Las lecturas que hemos escuchado hacen de hilo conductor que une los orígenes de la historia humana, sellada por el pecado, con su plenitud, alcanzada con la gloriosa resurrección de nuestro Señor Jesucristo. Hemos escuchado el relato de la creación del mundo y del hombre, manifestación del poder creador de Dios; después, la narración del sacrificio de Isaac y de la promesa de Dios a Abrahán, ejemplo y testimonio de la fidelidad divina y del Patriarca; y a continuación, la relación del paso de los israelitas a través del Mar Rojo: tres momentos históricos que nos han conducido al de la resurrección, del que las santas mujeres fueron las primeras en dar noticia.
San Pablo, por su parte, nos ha recordado que fuimos bautizados con Jesús en su muerte, y que debemos resucitar con él, dando origen a un nuevo modo de vida, que es participación de la vida de Cristo, que debe de servirnos de modelo. Cristo ha resucitado, con él todos nosotros. Él ha entrado en la eternidad de Dios que ya poseía como Hijo eterno del Padre. Por el Bautismo también nosotros hemos recibido una nueva vida, la vida de hijos de Dios. Caminemos, pues, en novedad de vida, guiados por el Espíritu de Jesús. Amén.

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