Homilía de Monseñor José María Yanguas en el Domingo de Ramos

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Queridos hermanos:
Jesús entra hoy en Jerusalén entre aclamaciones de ¡hosanna al hijo de David!, pero pronto oiremos el grito: ¡crucifícalo!; entra cabalgando un pollino, en seguida lo veremos agotado bajo el peso de la Cruz; entra mientras se extienden mantos a su paso, después será despojado de sus vestidos; hoy todo es fiesta, cantos ruido, el viernes se hará un gran silencio cuando Jesús expire; lo proclaman rey de Israel, los mismo que dirán: no tenemos más rey que a al César. Misma ciudad, mismos días, mismas gentes.

Dos estampas evangélicas presiden la fiesta de hoy, Domingo de Ramos o de las Palmas. La primera corresponde al relato que hace san Lucas de la entrada triunfal de Jesús en Jerusalén. Llega a la ciudad santa desde la aldea de Betania en la que el Maestro tenía unos buenos amigos, la familia de Lázaro y sus hermanas Marta y María. Entra, triunfante y humilde a la vez, montando un pollino sobre el que nadie ha subido nunca. Lo ha tomado prestado. Los discípulos lo han enjaezado poniendo sus mantos sobre los lomos del pollino y le ofrecen sus manos como estribo para que el Señor pueda subir sobre él. El Evangelio nos ofrece todavía algunos datos más: la gente que entraba en Jerusalén con él, extendían sus vestidos por el camino y, llena de alegría y de entusiasmo, comenzó a alabar a Dios “a grandes voces” por los milagros que habían visto. Los fariseos ven cómo la multitud vitorea a Jesús: ¡Bendito el que viene en nombre del Señor! Paz en la tierra y gloria en las alturas”; ven cómo ensalza al que tantas veces habían sometido a prueba tratando de desprestigiarlo ante el pueblo, y ahora ven que su enemigo es tratado como un rey. Intentan que la gente se calle, que dejen de ensalzarlo. La respuesta de Jesús es mansa y decidida: “Os digo que, si estos callan, gritarán las piedras”. Se cumple la profecía de Zacarías hecha más de cinco siglos antes: “Alégrate hija de Sión, canta, hija de Jerusalén, mira a tu rey que viene a ti justo y victorioso: modesto y cabalgando en un asno, en un pollino de borrica”. La procesión es aplauso.

Cristo no niega su condición real, no hace callar a quienes lo alaban, no rechaza los signos de respeto, de autoridad que se le otorga, pero todo ello no hace que se muestre de modo altanero, soberbio: es un rey sencillo, no hace sentir su poder; él mismo ha enseñado que el que se ensoberbece será humillado, que el que quiera ponerse el primero y recibir los honores, será considerado último. Es además un rey de paz, las palmas que extienden delante de él son un símbolo de lo mismo. Nadie se siente humillado, molesto, rebajado en su dignidad ante este rey.

La pasión es llanto, porque en la vida del Señor, como en las nuestras, alegría y sufrimiento van juntos. La segunda escena es bien distinta, la alegría cede el puesto a la seriedad de los tribunales, la condena a los hosannas, el pollino sobre el que cabalga es sustituido por el peso de la cruz sobre la que después es clavado, a las alabanzas siguen desprecios y ofensas, los cantos se tornan grito desgarrado: ¡crucifícalo! Es la pasión del Señor. La hora de las tinieblas. El triunfo, al menos aparente, del mal sobre el bien. Han cambiado dramáticamente las circunstancias. Misma ciudad, mismos días, mismas gentes.

Comienzan unos días que piden de nosotros momentos de pausa, de reflexión, de contemplación de lo sucedido en aquellas horas tremendas de la Pasión y Muerte del Señor. La Iglesia nos invita a situarnos con absoluta sinceridad ante Cristo que sufre en vez de nosotros y por nosotros. Las escenas dramáticas de la Pasión nos llevan a tomar muy en serio la fe que profesamos; “obligan” a dar una respuesta, no digo que a la altura del amor de Cristo por nosotros, cosa imposible para nuestras pobres fuerzas; pero sí una respuesta que sea mínimamente acorde, coherente, que no desdiga demasiado de la Cruz por su mezquindad, por su cicatería, como si fuera algo que apenas nos afecta, que no tiene que ver con nosotros: ¡Cristo vive y muere por nosotros y por nuestra salvación! ¿Podemos quedarnos indiferentes, impasibles antes su sacrificio? ¿Le acompañaremos solo a la hora del triunfo, y lo dejaremos solo en las situaciones desfavorables, cuando pintan bastos, como solemos decir? ¿Quedará nuestra vivencia de estos días en algo sentido, sí, pero superficial, que no llega al corazón provocando verdaderos cambios en nuestra vida, una pacífica y honda revolución fruto de quien cae al fin en la cuenta de que no basta ser cristiano por fuera, en algunos momentos tan solo, en prácticas que “recuerdan” lo cristiano, en bellos ejercicios de piedad, que conmueven quizás hasta las lágrimas, pero que no remueven el corazón hasta cambiarlo y meterlo por caminos de verdadero seguimiento de Cristo? No nos distraigamos precisamente con aquello que nos debe ayudar a entrar dentro de nosotros y empujarnos, a solas con Dios, a tomar decisiones que den inicio a una nueva vida, más comprometida, más cristiana, más auténtica. Ojalá que estos días de Semana Santa sirvan para ello. Que quien nos vea comprenda en seguida que están en juego no sólo unas tradiciones y costumbres piadosas, sino dos vidas: la de Cristo que muere por nosotros y la nuestra que queremos vivir a su imagen y semejanza. Que así sea.

Foto: Junta de Cofradías de la Semana Santa de Cuenca

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