Homilía de Monseñor José María Yanguas en la Misa Crismal de 2023

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Queridos sacerdotes, religiosos y religiosas, vida consagrada, fieles laicos de esta Iglesia particular de Cuenca.

    Como cada año, en este día que ve reunido al Pueblo de Dios que camina en esta iglesia particular de Cuenca, nos llenamos de alegría al celebrar juntos -¡un solo Cuerpo!- los misterios sagrados, y al bendecir el óleo de los catecúmenos y de los enfermos, y consagrar el crisma con el que somos ungidos para ser trasformados en Cristo, el ungido de Dios.

    Como reza la oración “Colecta” de hoy, pedimos a Dios nuestro Señor, quien, por la unción del Espíritu Santo, constituyó a su Hijo Mesías y Señor, nos conceda que, hechos partícipes de la consagración de Cristo, seamos testigos de la redención: partícipes de la consagración de Cristo, otros “cristos”, porque hemos sido ungidos por su Espíritu y constituidos miembros de su Cuerpo místico, de la Iglesia santa. Santa porque está edificada sobre la piedra angular que es Cristo, sobre la roca de Pedro y el fundamento de los Apóstoles; se alimenta de la Palabra de Dios y del Pan y del Vino eucarísticos; es regalada continuamente con nuevos carismas, enriquecida con el ejemplo de sus santos, embellecida con la sangre de sus mártires, iluminada con la claridad de sus vírgenes; irradia el ardor de sus misioneros, es fecunda con el ministerio de sus sacerdotes, se adorna con la santidad de los esposos y brilla por la caridad de quienes acuden a las necesidades de los hermanos. La Iglesia santa de Dios, por la que Cristo se entregó con el fin de consagrarla y purificarla; presentándosela gloriosa, sin mancha ni arruga, santa e inmaculada (cfr. Ef 5, 26-27). A esta Iglesia pertenecemos, de ella somos parte, bien conscientes a la vez de nuestras miserias personales, de nuestros pecados, tibiezas e incoherencias, de nuestras divisiones y egoísmos, de nuestro individualismo, personal, de grupo o de nación. Somos piedras, a pesar de todo, de esta construcción en la que la gracia y la luz de, Cristo, María y los santos prevalece con mucho sobre la tiniebla de la miseria humana.

    En la bendición y consagración de los Oleos y del Crisma, vehículos de santidad, experimentamos la alegría de pertenecer a esta Iglesia santa que peregrina en este mundo siguiendo las huellas de Cristo, guiada y santificada de continuo por su Espíritu. Iglesia llamada a ser luz y sal del mundo, y por eso, necesitada de continua renovación y purificación. ¿Cómo no invitar, entonces, a todos, sacerdotes, religiosos, almas consagradas, laicos, a acudir gozosos al sacramento de la Penitencia, con mayor razón en este tiempo cuaresmal de conversión? Y ¿cómo no exhortaros de corazón a vosotros sacerdotes a mostraros eficazmente disponibles para facilitar a los fieles el don precioso del perdón de Dios? Siendo menos en número, habremos de dedicar más tiempo a este consolador ministerio.

    Queridos sacerdotes, la Misa Crismal conmemora el día en que el Señor Jesús confirió su sacerdocio a los apóstoles. Hoy somos invitados a renovar, a remozar, a rejuvenecer, las promesas que hicimos un día ante el Obispo y el pueblo santo de Dios. Somos invitados a renovar la promesa y el compromiso de cumplirlas fielmente con un amor actualizado. De esa observancia amorosa, fiel, delicada, depende que nuestro servicio al pueblo santo de Dios sea cada vez una colaboración más eficaz con el hacer de Dios. El hecho de ser simples instrumentos nos recuerda la absoluta necesidad de la humildad, el rechazo decidido de cualquier forma de abuso de la autoridad recibida: fuimos hechos sacerdotes no para ser servidos, sino para servir, hechos siervos de los demás a semejanza del Maestro; sacerdotes que ponen su libertad, todo lo propio hasta lo más radical e íntimo como la libertad, al servicio de nuestros hermanos. Hemos de pedir cada día la gracia de comprender que nuestra tarea y nuestro honor radica en el servicio a los demás como ellos desean ser servidos, no como nosotros decidimos.

    Las promesas que hoy renovamos, los deseos que actualizamos, son exigentes y, a la vez, apasionantes, norma de conducta, falsilla que debe guiar nuestro examen de conciencia cada día. Se trata del empeño por unirnos, por configurarnos más fuertemente, más estrechamente a Cristo. Es el empeño por ser santos. ¿Qué otra cosa podemos buscar, sin quedar profundamente insatisfechos? Ese empeño, nos dice la Iglesia, pasa por la renuncia a nosotros mismos y por el cumplimiento de los deberes que aceptamos gozosos el día de nuestra ordenación. Ese este el camino real de nuestra santidad que cada uno debe seguir con sus propias peculiaridades de carácter, salud, ciencia, situación personal o familiar. Es un buen momento para un examen serio, exigente, sin componendas, delante de Dios.

    Al renovar nuestra entrega, la Iglesia concreta aún más nuestro compromiso: persistir, mantenernos, como fieles dispensadores de los misterios de Dios en la celebración eucarística y en las demás acciones litúrgicas. Somos dispensadores, ministros y administradores de lo que no es nuestro, de lo que ha sido puesto en nuestras manos en un gesto de confianza inmerecido. Sabemos que no somos santos ni inocentes como el Señor; que somos siervos inútiles, pecadores y necesitados por ello de conversión y de la misericordia divina; pero sabemos igualmente que, por la unción sacerdotal somos, otros cristos, el mismo Cristo, alguien que actúa in persona Cristi, y que debemos, por ello, esforzarnos, con la gracia de Dios, por reproducir en nosotros la santidad inmaculada de Cristo. Bella, pero tremenda responsabilidad.

    Renovamos, además nuestro compromiso de desempeñar fielmente el ministerio de la predicación, movidos únicamente por el celo por las almas. Un ministerio, pues, que no podemos convertir en instrumento para el logro de bienes o de fines temporales. El servicio, el ministerio, es nuestra divisa como sacerdotes. Queridos sacerdotes, en nombre del Señor me atrevo humildemente a pediros “pasión por el ministerio”, “pasión por el bien de las almas”, “pasión por Dios”, no permitiendo que ninguna otra consideración pueda debilitarla o apagarla.

    Me dirijo ahora todo el pueblo de Dios, pueblo sacerdotal, llamado a hacer de su vida un sacrifico agradable al Señor para la salvación de los hombres. Pueblo santo de Dios porque ha sido ungido, santificado por el Espíritu de Dios. Su palabra: “Sed perfectos como vuestro Padre celestial es perfecto” es ruego y mandato, exhortación y advertencia, y va dirigida a todos. Cada uno debe escuchar esa voz en su interior y preguntarse por la respuesta que le da. A todos exhorto: dejemos entrar a Dios hasta el fondo de nuestras vidas y acciones, y desalojemos de ellas todo lo que desmerece de su gracia, del Espíritu de santidad derramado en nuestros corazones.

    Queridos hermanos: alegrémonos al reconocernos parte del Pueblo santo de Dios, miembros de esta Iglesia ungida, rica de la santidad divina, humilde porque consciente de las deficiencias y pecados de sus hijos, fuerte con el poder de Dios, firme bajo la guía del Espíritu, osada porque la empuja el amor a su Señor, confiada porque cuenta con la palabra segura de Jesús que le garantiza su presencia hasta el fin de los tiempos. Iglesia de Dios peregrina que convoca a todos para formar un solo pueblo a imagen de la Trinidad, misionera y evangelizadora.  Amén.

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