Homilía de Monseñor José María Yanguas en los oficios del Viernes Santo

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Queridos hermanos:
Celebración de la Pasión del Señor. Hoy la Iglesia pone delante de los ojos de sus fieles el misterio de la Pasión del Señor. Hoy no celebra la Eucaristía. Tampoco la celebraremos el sábado, para dar paso, al morir del día, al canto repetido del alleluia, alegres por la Resurrección del Señor, vencedor del pecado y de la muerte.
Pero hoy, Viernes Santo, la Iglesia parece detener el paso del tiempo abstraída en la contemplación del misterio de la Cruz. No puede dar crédito a sus ojos que observan algo inenarrable, inaudito, como hemos leídos en el libro del profeta Isaías. El que es perfecta imagen del Padre, se muestra a nuestros ojos como alguien cuya visión causa espanto, tan desfigurado que no parece un hombre, despreciado, varón de dolores, ante el cual se aparta el rostro. Es el misterio de la Cruz.
Traspasado por nuestras rebeliones, prosigue el profeta, triturado por nuestros crímenes, entrega su vida como expiación. En esta visión desgarradora del Crucificado que sufre por nuestros pecados, escuchamos expresiones perturbadoras: ha sido “herido de Dios y humillado”, dice. Es quizás el misterio del Viernes Santo en su realidad más contradictoria e insondable. La Cruz y la humanidad pecadora frente a frente. Y Dios parece preferir la Cruz para que la humanidad sea salvada. Estamos, repito, en el corazón del misterio. Calamidades, crímenes de todo tipo, inhumanidad, odios, destrucción, genocidios, hombres y mujeres heridos profundamente en sus cuerpos y en sus almas, enfermedades terribles: nada parece ya capaz de estremecernos. Ni siquiera los dolores de Cristo en la Cruz. Quizás por eso, lo que nos sobrecoge y sacude no es tanto la pasión y muerte de Jesús, cuanto esas palabras que recitamos en el Credo corazón de nuestra fe cristiana: fur crucificado por nosotros y por nuestra salvación. ¡Por nosotros! ¿Valemos tanto para que el hijo Dios sufra y muera por nosotros? El cristiano, sorprendido, no puede menos que preguntárselo. Pero lo que sorprende de verdad es la respuesta. Es cierto, no valemos tanto. Lo que ocurre es que está en juego el amor de Dios que es infinito. Lo que desconcierta no es tanto lo que nosotros valemos, sino el infinito amor de Dios por nosotros; lo que resulta perturbador es que Dios nos haya amado tanto que haya permitido, “elegido”, la Cruz para su Hijo. Lo que despierta admiración sin fin es que su obediencia al Padre hasta la muerte haya sido por nosotros, barro de la tierra que ha recibido el Espíritu de Dios, sin que esto elimine el hecho de que seguimos siendo criaturas débiles, más debilitadas aún por el pecado original de nuestros primeros padres y por los propios de cada uno.
Nuestra celebración de la Pasión del Señor ha comenzado con el celebrante postrado en el suelo, sin que ni él ni el pueblo cristiano diga una sola palabra, uno y otro anonadados ante el misterio que se disponen a celebrar tomando plena consciencia de su miseria. Tras ese prolongado silencio, el celebrante, en nombre de todos, se ha dirigido al Señor para “recordarle” su misericordia e implorar que se digne protegernos y santificarnos en atención a los méritos de su amado Hijo. La oración de petición ha dejado paso a la lectura reposada de la estremecedora profecía de Isaías y del Evangelio de san Juan que muestra su cumplimiento, evangelio que pone de manifiesto desde el principio la libertad plena con la que Cristo acepta la voluntad del Padre. No fue obligado por las circunstancias ni forzado por sus supuestas ideas políticas, religiosas o sociales. Entregó su vida libremente por nosotros
Acabada la liturgia de la Palabra, el segundo momento de la celebración nos lleva a orar por todos los hombres, la llamada oración universal, mostrando que la salvación anunciada en el Evangelio tiene como destinatarios a todos los hombres; por todos murió el Señor y a él suplicamos que su redención llegue efectivamente a todos. Una larga oración de la que la Iglesia no quiere que nadie quede excluido.
Después, ya en el corazón mismo de la celebración, pasaremos a adorar la Cruz representando a todos los hombres por los que hemos pedido en la oración universal. Lo haremos con una genuflexión o un beso a la Cruz o una inclinación de cabeza, mientras rezamos en nuestro interior: “Te adoramos, oh Cristo, y te bendecimos que por tu Santa Cruz redimiste al mundo”. El que preside lo hace después de despojarse del calzado en señal del espíritu de profunda humildad que debe acompañar este gesto de los cristianos. Después, al concluir la adoración, una vez que cada uno haya recuperado su puesto, se hará la colecta por los Santos Lugares y los cristianos de aquellos territorios, tan necesitados hoy de nuestra ayuda y solidaridad cristiana. Las dolorosas circunstancias por las que atraviesa la Tierra Santa y los cristianos que viven en ella nos anima ser especialmente generosos este año.
Después, la celebración se encamina a su fin con la distribución de la Sagrada Comunión, reservada en el tabernáculo tras la Misa “in coena Domini” en la tarde de ayer, Jueves Santo. La muerte del Señor acontece como sacrificio de expiación por los pecados de los hombres, sacrificio eficaz, pues obra la redención de todos, si bien cada uno debe acogerla, hacerla propia, pues como decía san Agustín: “Dios que te creó (y te redimió) sin ti no te salvará sin ti”, mientras vivimos en esta tierra nos amenaza la posibilidad de rechazar a Dios. Pero el sacrifico de expiación de Cristo es también sacrificio de comunión, comemos de la víctima inmolada, del Cordero de Dios que quita el pecado del mundo. Comemos al mismo Dios y lo comemos como sacrificio del pueblo cristiano que lo ofrece –siempre el mismo y único sacrificio- cada vez que se celebra la Eucaristía.
La celebración concluye implorando la bendición de Dios para que llegue a todo el pueblo cristiano su perdón a la espera de la Resurrección, para que reciba su consuelo, crezca su fe y se afiance en él la salvación eterna.
Será un gesto de tierna piedad acompañar a María, la Madre de Jesús y Madre nuestra, en los momentos de soledad que siguen a la muerte de su Hijo, depositado primero en sus bazos, más tarde en el sepulcro. Los fieles de Cuenca suelen hacerlo bajando a visitar a la Virgen en su santuario de las Angustias. Laudable costumbre, vivo testimonio de amor hacia la que veneramos como Corredentora al haber unido sus dolores a los de su Hijo, Redentor del hombre. Amén.

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