Homilía del Obispo de Cuenca en el Domingo de la Resurrección del Señor

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¡Ha sido inmolada nuestra víctima pascual: Cristo. Así pues celebremos la Pascua del Señor! Así canta la Iglesia, dando contenido y razón del grito de júbilo que brota repetidamente de su corazón y resuena en la Iglesia a lo largo de este tiempo: ¡Aleluya, aleluya, aleluya! Tras la resurrección del Señor, los apóstoles, Pedro en primer lugar, comenzaron a predicar, a anunciar lo que será el núcleo principal ˗kerigmalo llamamos˗, el verdadero corazón del mensaje cristiano a lo largo de los siglos: entonces, ahora y siempre. Los discípulos anuncian a Jesús, el profeta de Nazaret, a quien Dios ungió con el Espíritu Santo, que pasó por este mundo haciendo el bien y liberando a los oprimidos por el diablo. Así resumen su vida entre nosotros. Y continúan diciendo en apretado resumen: a éste lo mataron, clavándolo en una cruz. Pero Dios lo resucitó a los tres días y se apareció a los Apóstoles que comieron y bebieron con él. Y concluye el primer vicario de Cristo en la tierra, Pedro: hemos recibido el encargo de dar solemne testimonio de que Dios lo ha constituido juez de vivos y muerto. Y a quien cree en él, concluye, le son perdonados los pecados. De todo ellos hemos de dar testimonio.

Celebremos nuestra fe en Jesús muerto y resucitado, y gocémonos porque también nosotros hemos muerto y resucitado con Él. Y si es así, vivamos la vida nueva, la vida de la gracia, que nos ha sido donada. Vivamos en la gracia de Dios y según la gracia de Dios, como criaturas nuevas, aspirando a los bienes de arriba, no a los de este mundo que, marcado por el pecado, los desconoce. El Papa Francisco nos advierte con frecuencia del peligro de la mundanidad espiritual, del sucumbir a las seducciones de este mundo, realidad que cifra en primer lugar en esconderse detrás de apariencias de religiosidad, de formas de devoción, de obediencia externa a Dios, de prácticas en sí mismas irreprochables pero que apenas logran ocultar una fe débil, pobre, casi muerta: una fe que no se traduce en una vida coherente; irrelevante para nuestra conducta diaria; que no fecunda nuestros pensamientos, palabras, sentimientos y obras, nuestro mundo particular en una palabra, es decir, nuestra vida personal, familiar, social, económica, política, cultural. Es la fe como puro sentimiento que quizás consuela y tranquiliza ante las incertidumbres de esta vida y de la futura, pero, una fe sin influjo en la existencia de los hombre; en vez de poner la vida entera en las manos de Dios, se contenta con unas prácticas y devociones que apenas dicen algo, y de las que cualquier día se prescinde sin que se pase nada en nuestra vida.

Es bueno, por eso, preguntarse: ¿Qué mudanza ha producido en mí la Resurrección de Cristo de la que he participado en el Bautismo? ¿Sigo viviendo una existencia entregada al amor de este mundo, aburguesada, cómoda, mundana, preocupada por buscar la gloria humana y el bienestar personal en lugar de la gloria del Señor y el bien de los demás, como dice el Papa? Si por caso fuera así no podríamos sorprendernos de que el amor de Dios en el que hemos creído no nos diga apenas nada, ni sea, menos aún, motivo de profunda alegría y permanente estímulo para proclamar la buena nueva de Jesús con la vida y la palabra. La fe viva en el Cristo muerto y resucitado no puede agotarse ni agostarse en un simple comportamiento correcto ni en prácticas piadosas vividas fríamente, que quizás generan  una conciencia orgullosa que mira a los demás con aire de superioridad o de indiferencia. ¡Se nos pide una vida nueva!

La fe de Pedro y de Juan, la de los primeros discípulos y de los fieles seguidores de Jesús que llenaron el mundo con su predicación, es una fe gozosa por el inmenso bien recibido; firme y capaz de resistir a las seducciones de este mundo; contagiosa porque no puede permanecer enclaustrada dentro del propio corazón y se preocupa por comunicarla a otros; esperanzada y comprometida en la transformación del pequeño mundo que  nos rodea y en el que estamos inmersos; una fe intrépida que no pierde demasiado tiempo en examinar las dificultades quedando así frenada en su ímpetu.

¡Cristo ha resucitado! Vayamos al sepulcro con las santas mujeres, acudamos a él corriendo con los Apóstoles Pedro y Juan, contemplemos el sepulcro vacío, mudo testigo del hecho glorioso de la Resurrección del Señor. Contemplemos y confesemos alegres: ¡Cristo ha vencido a la muerte y a sus aliados! Descubramos a la luz de la Resurrección los sepulcros de los que debemos levantarnos, los espacios de nuestra vida cerrados a esa luz y necesitados de la nueva vida. Y pidamos confiados con las palabras de la Secuencia de este día: “Rey vencedor, apiádate de la miseria humana y da a tus fieles parte en tu victoria santa”. Amén.

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