Con la procesión de los Ramos inicia la Semana Santa en la que el centro de nuestra atención, de nuestra devoción y amor está puesto en los misterios santos centrales de nuestra fe. A partir de hoy se acelera el paso de Jesús que se dirige y termina en la Cruz. Jesús es consciente de su destino, que asume libremente: nadie, dice, me quita la vida, sino que la entrego libremente (cfr. Jn 10, 18). La hora de Jesús, la hora del sacrificio, de la obediencia al Padre, y de la muerte vicaria, “por nosotros y por nuestra salvación”, no es fruto del destino ciego, de la casualidad, de la inconsciencia de quien ignora las consecuencias de las propias acciones, o de quien sucumbe ante la trama bien urdida de sus enemigos. Jesús no padece, sin más, la historia; la “hace” con sus gestos y palabras libres. Sabe las consecuencias de sus obras; podría elegir otro camino, aprovechar la dirección del viento favorable y presentarse como el nuevo rey David, un rey temporal, una autoridad política, como las demás. Pero ni es eso ni ha venido para eso.
Jesús sube a Jerusalén, la ciudad santa, donde está el templo en que se ofrecen los sacrificios, para celebrar la Pascua de los judíos. Jesús marcha rodeado de sus discípulos y un grupo de peregrinos que se les ha unido, en parte quizá por el milagro que Jesús realiza con el ciego Bartimeo que se encuentra sentado junto al camino. Se ha hecho notar con acierto que una serie de detalles dan a ese momento un relieve y un significado particular, “real”: Jesús es invocado por el ciego como hijo del rey David; entra a lomos de un asno que ha sido requisado, porque el Señor, sencillamente, lo necesita; un animal que no ha sido cabalgado por nadie; le ayudan a montarlo; la gente extiende los mantos por el suelo al paso de Jesús y muchos comienzan a gritar a grandes voces: ¡Bendito el rey que viene en nombre del Señor. Paz en el cielo y gloria en las alturas! El entusiasmo se desborda ante quien es proclamado como rey de paz, como anunció el profeta Zacarías (9, 9); y la multitud grita entusiasmada: ¡Hosanna!”.
Este es el contexto en que tiene lugar el hecho de la entrada de Jesús en Jerusalén; un hecho que debe ser contemplado a la luz de las promesas de los profetas. Quizás los peregrinos juzgan que la esperanza de Israel está por cumplirse, que se va a instaurar de nuevo el reino de David, una nueva época de gloria humana de Israel. Pero, como nos recordó Benedicto XVI: Jesús es ciertamente un rey, muy especial, que “no se apoya en la violencia, no emprende una insurrección militar. Su poder es de carácter diferente; reside en la pobreza de Dios, en la paz de Dios, que Él considera el único poder salvador” (Jesús de Nazaret, 2ª parte, Librería Editrice Vaticana, Roma 2011, p. 15).
La lectura de la Pasión del Señor constituye el otro polo de esta celebración del Domingo de Ramos. Jesús es verdadero aunque singularísimo rey; más aún, Cristo Jesús es un rey de condición divina; pero un rey que no retuvo ávidamente ser igual a Dios, como dice Pablo a los Filipenses, sino que se despojó de sí mismo, de su condición o “forma” de Dios y tomó la de un esclavo, hecho semejante a los hombres. Se humilló, se hizo obediente hasta la muerte de Cruz. Y Dios premió su obediencia, su entrega y abnegación, exaltándolo sobre toda criatura y haciendo de él causa de salvación para todos los hombres. El reino de Dios no se instaura con la violencia, no es resultado del uso de la fuerza, no se impone; se anuncia, se propone como reino de libertad que hace libre de la esclavitud del diablo y cuyos ciudadanos son hijos de Dios; un reino universal, de mar a mar, como anuncia Zacarías; un reino en el que los hombres encuentran la paz “y, en la adoración del único Dios, permanece unido por encima de todas las fronteras”.
La lectura de la Pasión recuerda nos que ese rey de paz, que ha vencido en la dura lucha contra el pecado, es el buen Pastor que, muerto por las ovejas trae, la salvación. Es el siervo sufriente de Dios que ofrece su vida sobre la Cruz por todos los hombres. Su muerte nos da la Vida.