Homilía del Obispo de Cuenca en el Viernes de Dolores

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Un año más, en la solemnidad de la Virgen de las Angustias, Patrona de la diócesis, la liturgia de la Iglesia pone ante nuestros ojos la escena evangélica de María a los pies de la Cruz de su Hijo Jesús. María acepta, como siempre, la voluntad de Dios. Pero ello no evita que el dolor invada hasta lo más íntimo su corazón de Madre. Una espada atraviesa su corazón como le fue profetizado. Los dolores, el sufrimiento del Hijo, son participados por la Madre. Esa participación no es para Él mas que un consuelo. En cambio, para la Madre constituye un verdadero tormento. Por eso la veneramos como Madre de los Dolores, o mejor todavía, como Virgen de las Angustias, título que expresa con mayor viveza todavía la realidad de su sufrimiento. Si la alegría dilata, ensancha, el corazón; la tristeza lo encoge y angustia.

La Virgen Ssma. con su hijo muerto en los brazos, bárbaramente herido, es imagen de la mayor desolación, de abandono, de impotencia.Produce la sensación de hundimiento o vacío provocada por la angustia, por un dolor y tristeza grandes. Y aun así, como dice el himno “Stabat Mater dolorosa” que cantamos en nuestros desfiles procesionales; la Virgen se mantiene en pie, no se hunde. Me gusta pensar que lo hace para que nosotros no nos derrumbemos ante el sufrimiento, que de un modo u otro siempre se hace presente en la vida. Porque la pobreza del dolor la experimentamos todos antes o después. La Virgen erguida al pie de la Cruz nos fortalece: no estaremos solos ante el dolor, no nos postrará, no nos hundirá como una losa pesada. Con Ella a nuestro lado  podremos reponernos. María no sólo participó en los dolores de su Hijo Jesús y los alivio de algún modo. También lo hará con los nuestros, porque nos reconoce como hijos. ¡He ahí a tu hijo!, le dice Jesús señalando a Juan. Y en el discípulo amado todos estamos comprendidos. Todos somos hijos de María. Como tales siempre podremos acudir, confiados, a ella, seguros de encontrar consuelo.

Una segunda consideración. Con frecuencia, cumplir la voluntad de Dios, obedecer a Dios, hacer lo que él quiere, identificarnos con Él, ser uno con Él, entraña sufrimiento, dolor. En este mundo, amar siempre comporta dolor: abnegación, olvido de sí, entrega generosa, espontáneo sacrificio de la propia voluntad, de los gustos o intereses personales, por aquel a quien se ama. Que la persona amada viva y que yo muera, si es necesario. Se entiende bien que el martirio, la entrega de la propia vida, es el gesto supremo de la caridad.

Pero también la libertad humana exige sacrificio, mortificación. Si falta mortificación en la vida de una persona, si es incapaz de sujetar el cuerpo y sus inclinaciones, pronto terminará siendo esclava de sus apetitos e inclinaciones menos nobles. Y qué difícil le resultará ver, oír, gustar a Dios. Se le estragará el gusto. Se embrutecerá, se animalizará. Por el contrario, el dominio de nuestros instintos, someterlos a mandamiento, nos hace capaces o, al menos, nos facilita el trato con Dios. Existe un mundo real al que acceden sólo las almas mortificadas, que saben sufrir para alcanzar la excelencia, cualquiera que sea: deportiva, artística o espiritual. La mortificación, el sacrificio es necesario para purificarnos, para limpiarnos, para quitar la costra de sensualidad, de egoísmo, de envidia, de afán de poder, de superficialidad. Es muy difícil ver, oír, sentir, “entender” al Señor, las cosas sobrenaturales, si no se lucha, si se satisfacen sin  mesura, todos los instintos. En sí mismos son buenos, los ha puesto Dios en nuestra naturaleza; pero para ser humanamente vividos necesitan ser “controlados”, puestos bajo el imperio de la razón y de la voluntad.

Una última, brevísima, reflexión. María al pie de la Cruz. Hemos recordado hace un instante las palabras de Jesús a María: ¡Ahí tienes a tu hijo! Pero a ellas siguen otras que dirige esta vez a Juan: ¡ahí tienes a tu madre! Jesús en la Cruz nos entrega a su Madre. Si alguna vez tuviéramos alguna duda acerca del amor de Dios hacia nosotros, el pensamiento de que en la Cruz nos ha entregado a su propia Madre nos ayudará a superarla. Amén.

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