Homilía del Obispo de Cuenca en la Celebración de la Pasión del Señor

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La Liturgia que celebra hoy la Iglesia discurre bajo el título de “Celebración de la Pasión del Señor”. Tiene dos momentos clave: la narración de la Pasión del Señor según San Juan y la adoración de la Cruz. La Cruz está en el centro de la atención de los cristianos. Hoy no se celebra la Eucaristía. La Iglesia está absorta en la contemplación y en la adoración de la Santa Cruz. Hemos iniciado la acción sagrada postrándonos para implorar el perdón de nuestros pecados y, purificados por el dolor, disponernos así a contemplar y a “leer”, a penetrar en el misterio de la Cruz de Nuestro Señor Jesucristo. Las lecturas del libro de Isaías y de la carta a los Hebreos nos han ayudado a centrarnos en el misterio. Después,  desgranando una larga serie de oraciones, pediremos al Señor Crucificado por toda la humanidad. Finalmente, concluiremos esta liturgia de Viernes Santo uniéndonos a Cristo que se nos da en la Sagrada Comunión.

“El Señor reina desde el madero”, dice el antiguo himno Vexilla Regis, uno de los más bellos himnos latinos de la liturgia de la Semana Santa, escrito en la segunda mitad del siglo sexto. El Señor reina en la Cruz, porque en ella ha vencido el duelo hasta la última sangre sostenido con el diablo, que se dice señor del mundo. Cristo vencedor en la Cruz atrae a sí todas las cosas. Lo había predicho Jesús: “Ahora va a ser juzgado el mundo, ahora el príncipe de este mundo va a ser echado fuera. Y cuando yo sea levantado, atraeré a todos hacia mi” (Jn12, 3-31). El que mire al hombre del corazón traspasado (cfr. Jn19, 37) y crea en él, pasará a formar parte de su reino. “Lo mismo que Moisés elevó la serpiente en el desierto, así tiene que ser elevado el hijo del hombre, para que todo el que crea en él (el que lo vea, el que descubra su misterio) tenga vida eterna” (Jn 3, 14-15). Por eso la Iglesia pone en el centro la Cruz y la eleva para que todos la miren y vean, “lean” su mensaje, descubran en ella al autor de la vida y, creyendo en él, sean salvados. Penetrar en el misterio de la Cruz y creer es causa de salvación. Descubrir el misterio del amor infinito de Dios que se desvela en la Cruz, creer en ese amor, nos hace discípulos, ciudadanos libres del nuevo Reino que tiene el amor de Dios y del prójimo como ley suprema, como decíamos ayer. Besemos con devoción y gratitud la Cruz del Señor y repitamos internamente: “Te adoramos, oh Cristo, y te bendecimos, que por tu Santa Cruz redimiste al mundo”.

Cristo reina desde la Cruz. Pertenecen a su reino quienes toman sobre los hombros la cruz de cada día y le siguen; aquellos que, mediante la lucha espiritual vencen en sí mismos el poder del pecado; porque  no podemos servir a dos señores (cf. Mt6, 12): o amor a Dios y a los demás o egoísmo. No intentemos componendas inútiles, huyamos de las medias tintas, de la mediocridad consentida, de querer jugar un doble juego. Hemos de pedir al Señor la gracia para luchar y lograr que Cristo reine en nosotros. Quienes así hacen tendrán la vida que Cristo nos ha ganado en la Cruz.

Pero no olvidemos que Cristo “reina” en la Cruz. Reina porque su amor ha vencido. Si queremos reinar con Él hemos de vencer el egoísmo que pretende sofocar el amor. Hemos de vencer el combate con el diablo que es el anti-amor. No podemos ser mundanos, como dice Francisco, no podemos amoldarnos al muno, ceder a sus seducciones y traicionar a Dios. ¡Cómo se lamentaba Pablo porque Demas le había abandonado  por amor de este mundo y había escapado a Tesalónica! Había olvidado ˗y nada nos asegura que no pueda pasarnos a nosotros˗, había olvidado las palabras de Jesús: “Si fuerais del mundo el mundo os amaría como cosa suya, pero como no sois del mundo, por eso el mundo os odia” (Jn15, 19). Jesús nos ha sacado del mundo, pero no nos ha apartado de él. Nos ha sacado del mundo entendido como dominio del diablo y del pecado, rescatándonos en la Cruz al precio de su sangre. Nos ha sacado del mundo: nos ha curado de la enfermedad de la búsqueda insaciable de toda clase de comodidad y placeres, nos ha liberado de la esclavitud de la envidia, de la sensualidad, de la gula, del aburguesamiento que nos hace incapaces para la lucha contra el mal, la injusticia y el pecado. Nos ha quitado el miedo enfermizo al dolor, la renuncia y el sacrificio que experimentan los que Pablo denomina “enemigos de la Cruz de Cristo”, aquellos que no quieren saber nada de ella.

Estar tarde de Viernes Santo, conscientes de nuestra debilidad, movidos por el ejemplo de nuestro Señor, al pasar a adorar la Cruz repitamos con el Apóstol: “En cuanto a mí, Dios me libre de gloriarme si no es en la cruz de nuestro Señor Jesucristo” (Gal6, 14), escándalo para los judíos ˗los que ponen su esperanza en las propias obras˗; necedad para los griegos ˗que oponen la propia sabiduría a la de la Cruz˗; pero para los llamados, para los elegidos, judíos o griegos, fuerza y sabiduría de Dios (cf. 1 Co1, 23-24).

Dios reina desde la Cruz. De ella nos viene la salvación como gracia inmerecida que se da toda criatura. ¡Te adoramos, oh Cristo, repetimos una vez más, porque por tu Santa Cruz redimiste al mundo! Amén.

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