Homilía del Obispo de Cuenca en la Fiesta de Nuestra Señora del Pilar

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Honramos hoy a la Virgen, Madre de Dios y Madre nuestra, con el título de Nuestra Señora del Pilar, entrañable para todos los españoles, particularmente para la Guardia Civil que la celebra como Patrona. Hablar de la Virgen del Pilar es hablar de España (como Madre de España la invoca hoy la liturgia de la Iglesia) y es hablar también de todos los pueblos de España que, como una sola familia, se cobijan bajo su sagrado manto y se acogen a su protección y amparo. En esta misma fecha hace más de 500 años fue descubierta América. Recordamos hoy a todas las Españas que, a lo largo de más de tres siglos, formaron una unidad que seguimos sintiendo y que se expresa en una lengua común, una cultura compartida y una misma fe que nos da una fisonomía inconfundible, por más que sean también evidentes las peculiaridades de los distintos pueblos, que no lesionan sino que enriquecen la unidad. Pienso que es una preciosa herencia que hemos de procurar conservar. Somos indudablemente pueblos hermanos.

La primera lectura narra el traslado del Arca de la Alianza de la casa de Obededón el de Gat a Jerusalén, la ciudad de David. El Arca de la Alianza había quedado en la casa de Obededón porque el Señor había herido a Uzá que había alargado la mano para sujetar el Arca cuando los bueyes que la llevaban a la ciudad santa tropezaron y estuvieron a punto de hacerla caer. Nos es difícil entender estos pasajes de la Escritura con los que se quieren grabar a fuego verdades fundamentales: la soberanía absoluta de Dios que merece ser adorado, respetado y reconocido como valor supremo, pues está por encima de cualquier bien creado, incluso de la vida de los hombres. Pienso que el autor sagrado quiere resaltar la trascendencia de Dios que exige respeto absoluto, porque Él es el único absoluto: el único que puede exigir ser amado con todo el corazón, con toda la mente, con toda el alma, con todas las fuerzas. Está aquí en juego la idea misma de adoración, que entra necesariamente en juego cuando Dios se hace presente. La adoración es actitud propia de quien descubre algo, alguien, que está infinitamente por encima de él; alguien a quien no puede controlar ni dominar, que posee un poder que nos supera; que exige obediencia plena. Quien pone a Dios a su misma altura, quien rebaja su dignidad desconociendo la diferencia radical que existe entre Dios y los hombres, y quien ignora por ello lo que significa ser criatura, hechura de sus manos, desconoce por completo el misterio de Dios. Quien lo blasfema torpemente, groseramente, se las está habiendo con un Dios que es sólo fruto de su imaginación, de un error lamentable que no tardará en lamentar. Dios, como lo han visto todos los pueblos, es el Dios que está más allá de todo pensamiento humano, misterio fascinante, cautivador, y al mismo tiempo misterio tremendo, que produce temor y temblor. Y aun cuando revelado en Jesús como misterio de amor, no deja de ser el Dios ante quien el hombre, pequeño y pecador, no puede menos que postrarse reconociendo su santidad e infinitud. El encuentro con Dios lleva a Moisés a postrarse en su presencia, y cuando Juan descubre a Jesús dirá que no es digno de desatar la correa de sus sandalias, de quitarle el calzado. Y Pedro se postrará ante Jesús que acaba de salvarlo de la tempestad.

La Virgen del Pilar se ofrece a la vista de los cristianos colocada sobre una columna, sobre un pilar, símbolo de fortaleza, de consistencia, de solidez. Según la tradición vino en carne mortal, estando en vida, a las orillas del Ebro para confortar, para vigorizar el ánimo del apóstol Santiago el Mayor, decaído ante la resistencia de quienes escuchaban su predicación.

Al recordar el pilar sobre el que se asienta la imagen de la Virgen, y que besarán hoy miles y miles de aragoneses y de gentes de toda España, me viene a la cabeza la Exhortación Apostólica del Papa Francisco “Alegraos y regocijaos” que tiene como tema central la llamada a la santidad en el mundo actual. Su objetivo es hacer resonar de nuevo esa llamada que Dios dirige a todos los hombres, en cualquier tiempo y lugar, para que tratemos de “encarnarla en el contexto actual, con sus riesgos, desafíos y oportunidades” (n. 2).

El Papa señala algunas de las características que la santidad del cristiano, la vida de un discípulo de Cristo, debe tener hoy. Ante “la ansiedad nerviosa y violenta que nos dispersa y nos debilita” (n. 111), dice Francisco, la santidad requiere que estemos sólidamente centrados en Dios, que estemos, si puedo decirlo así, “enrocados” en Dios, asentados firmemente en Él. Dios es invocado frecuentemente en la Escritura con el término “roca”: “ven aprisa a librarme, sé la roa de mi refugio, un baluarte donde me salve, tú que eres mi roca y mi baluarte” (Completas del miércoles). Roca, baluarte que nos da firmeza y nos permite “aguantar, soportar” la propia debilidad y las contrariedades y dificultades que nos vienen de fuera. Esta firmeza, que tiene en Dios su raíz y fundamento, es lo que hace posible, de una parte, la serenidad y la paz interior; y de otra, nos da la fuerza que nos hace constantes en el bien y pacientes para soportar la adversidad. Todos sentimos la necesidad de hombres y mujeres que, fuertemente anclados en Dios, “enrocados en Él”, sepan irradiar, difundir paz a su alrededor, ser rompeolas donde se amansan agresividades y violencias, antídoto contra irritaciones y nerviosismos. Hombres y mujeres fuertes, serenos, pacíficos que, con su actitud, sean elocuente censura y freno para el exabrupto, el insulto, la mentira, los modos violentos y carentes de mesura en palabras, dichas o escritas, y comportamientos.

Necesitamos el don de fortaleza, que es don del Espíritu Santo. No está sin más en nuestras manos. Fortaleza que se precisa especialmente en tiempos recios, que diría Teresa de Jesús; tiempos de dificultades interiores y exteriores. Interiores porque es necesario resistir a las asechanzas y ataques del maligno y de nuestras inclinaciones desordenadas. No podemos ceder a las primeras de cambio ante la tentación que no pretende sino desviarnos del camino recto, de aquello que debemos hacer. Una primera cesión, suele ser seguida por otras cada vez más graves.

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