En este misma día del mes de junio de hace 44 años fallecía en Roma, Josemaría Escrivá de Balaguer, fundador del Opus Dei. Hoy celebramos su memoria y acudimos a su intercesión.
Una personalidad armoniosa, equilibrada, bien estructurada, requiere de unas verdades o principios que sirvan como horizonte dentro del cual se va poco a poco edificando. Son las líneas maestras o las verdades madre que lentamente van configurando el modo de ser; siguiéndolas, se construye la personalidad, el peculiar sello distintivo de una persona, lo que podíamos llamar su “espíritu”, su rostro interior. Facilitan, además, su desarrollo unitario. Con el paso de los años, todos los actos de la persona van encontrando su fuente y origen en esas verdades fundamentales, sobre las que hay que volver una y otra vez para que continúen arraigándose más y más en el alma.
La liturgia de la Iglesia, y en concreto la oración “colecta” de la memoria de san Josemaría, pone de manifiesto cuáles fueron los trazos configuradores de su personalidad cristiana y sacerdotal, el horizonte dentro del que se movió su vida y sin el cual no sería comprensible. Dice así la oración: “Oh Dios, que has suscitado en la Iglesia a san Josemaría, sacerdote, para proclamar la vocación universal a la santidad y al apostolado, concédenos, por su intercesión y su ejemplo, que en el ejercicio del trabajo ordinario nos configuremos a tu Hijo Jesucristo y sirvamos con ardiente amor a la obra de la Redención”.
Según esto, podemos decir que la razón de su vida, su vocación en la Iglesia, fue la de enseñar y recordar que todo cristiano está llamado a la santidad, es decir, a vivir en plenitud la vida cristiana, la gracia recibida en el Bautismo. San Josemaría, siguiendo una de las líneas maestras del concilio Vaticano y aun muchos años antes, contribuyó a redescubrir la importancia decisiva del Bautismo en la vida del cristiano. Las ideas centrales de su enseñanza arrancan de aquí: sea la llamada universal a la santidad, siendo fieles a la gracia recibida en el Bautismo y colaborando para que se desarrolle y crezca; sea la conciencia de la filiación divina que empapa toda la vida, llenándola de una serena alegría, que está en la raíz del amor a Dios y a los demás; sea, en fin, la vocación, también universal, de los cristianos al apostolado.
La oración “colecta” continúa precisando algo característico del espíritu de San Josemaría: el camino para alcanzar la santidad personal es el ejercicio del trabajo ordinario, la realización de las tareas habituales, la vida ordinaria, en la que el trabajo, la profesión y oficio, ocupan un puesto destacado. El sacerdocio común de los fieles que recibimos en el Bautismo, que es una cierta participación en el de Cristo y gracias al cual podemos tomar parte en el culto de la Iglesia, lo ejercitamos en el quehacer ordinario de cada uno, en las realización de aquellos actos que derivan de nuestra situación y de nuestras peculiares circunstancias en el seno de la familia, de la sociedad o de la Iglesia; es decir, nos santificamos cumpliendo bien y con sentido sobrenatural la propia tarea, cumpliendo con ese mismo espíritu todos nuestros deberes.
Sabemos los cristianos que la santificación es obra de Dios, y conocemos igualmente que los sacramentos juegan un papel fundamental en la obra divina en nuestras almas. Sin vida sacramental no es posible la vida cristiana. Tampoco es posible sin la oración, comprendiendo en ella todos aquellos medios de santificación que hacen del cristiano un hombre de Dios, un hombre de oración y de sacrificio. San Josemaría lo sabía muy bien e hizo de estas verdades objeto permanente de su predicación: la vida ordinaria es camino para nuestra santificación, para la identificación con Cristo, el cual pasó la mayor parte de su vida ˗su vida oculta˗, dándonos ejemplo y mostrándonos un camino seguro para alcanzar la santidad.
No es éste camino para una santidad pequeña, como de segunda categoría, aspiración para el común de los mortales, como alternativa a otra más elevada, destinada a los cristianos mejor dotados espiritualmente. No; la grandeza, la verdadera dimensión sobrenatural de nuestros actos la da el amor que ponemos al realizarlos, que ve solo Dios; no la categoría que dichos actos tienen a los ojos de los hombres. Como ha recordado el Santo Padre con palabras de un testigo de la fe de nuestros días,” se trata de vivir el momento presente colmándolo de amor”, sea cual sea, podemos añadir, la acción que realizamos por amor. A los ojos de Dios, “nada carece de importancia”, afirmaba san Josemaría. Dios nos busca en cada momento, en cada circunstancia, en las contrariedades y adversidades, en la alegría y en los momentos de gozo, en el cansancio del trabajo, y en el reposo, en el trato familiar con los nuestros y con los amigos. Él nos sale al encuentro no sólo en la liturgia, en la Iglesia, en nuestros actos y prácticas de piedad: en cada momento espera que cumplamos su voluntad y pongamos unos gramos de felicidad en la vida de los demás, viviendo con todos la caridad que sabe comprender, disculpar, perdonar, convivir, sonreír, consolar, acompañar. No es difícil o imposible seguir este camino de santidad. Antes bien, resulta accesible a todos, a los talentos medios, a la gente enteramente normal.
El trabajo ordinario, las ocupaciones habituales, los “pequeños gestos”, las mil circunstancias en que se desenvuelve nuestra vida, el diálogo y el trato con lo demás que tiene su origen en esas mismas realidades, además de camino para la identificación con Cristo, es a la vez, el modo para “servir con ardiente ardor a la obra de la redención”. El amor a los demás que nos lleva a procurar ser buenos instrumentos en las manos de Dios para acercarlos a Él, sumo bien del hombre, se concreta y hace realidad en la lucha por “convertir todos los momentos y circunstancias de la vida en ocasión de amarte y de servir con alegría y sencillez a la Iglesia, al Romano Pontífice y a las almas, iluminando los caminos de la tierra con la luminaria de la fe y del amor”, como reza la oración a San Josemaría. Este empeño por la santidad en todos los momentos y circunstancias de la vida, en todos los caminos de la tierra, en todas las profesiones, oficios y tareas humanas, iluminará las vidas sin hondura ni relieve de muchos hombres y mujeres, y les llevará a encontrar y glorificar al Padre celestial que está en los cielos (cfr. Mt5, 16).
Que el ejemplo y la intercesión de San Josemaría nos alcance de Dios nuestro Señor la luz y la fuerza para hacer de nuestras tareas diarias y del cumplimiento de nuestros deberes ordinarios, hechos con amor, camino para la propia santidad y medio e instrumento para contagiar nuestra fe y alegría a todas las personas que nos rodean, de manera que muchos más conozcan y amen a Dios Nuestro Señor, como reza la oración a la nueva beata Guadalupe Ortiz de Landázuri. Amen.