Homilía del Obispo de Cuenca en la Solemnidad del Sagrado Corazón de Jesús

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Celebra hoy la Iglesia la solemnidad del Sagrado corazón de Jesús. En este día nos invita a penetrar, a ahondar más, en el misterio del amor de Jesús. Hay verdades sencillas, que se captan en su plenitud con una sola mirada, de un vistazo. Otras son como piedras preciosas, rubíes o diamantes, que presentan muchas facetas, muchas caras. La fiesta que hoy celebramos, el Sagrado Corazón de Jesús, pone en el centro una de esas verdades que pueden ser contempladas desde distintos puntos de vista: la verdad, la realidad del amor sin medida, infinito, de Dios a los hombres. Cuando hablamos de amor sin medida queremos decir que es inabarcable, y por eso incomprensible. Nos sobrepasa por entero. Cuando nos parece que estamos agotando la comprensión de esa verdad, se presentan ante nuestros ojos nuevas y preciosas vetas de una mina por explorar.

Al reflexionar sobre el amor de Dios a los hombres, puede que alcancemos a descubrir algo de su grandeza y hermosura, pero sin que sea suficiente para que nos mueva a una gratitud y alabanza sin medida. ¡El amor de Dios está tan por encima de nuestra comprensión! Como dice San Pablo en la carta a los Romanos se puede encontrar a alguien dispuesto a morir por un amigo o por un hombre justo; pero ¡dar la vida por quien es nuestro enemigo y nos ha ofendido gravísimamente muchas veces! ¡Alegrarse más por la oveja perdida y recuperada que por las noventa y nueve que han permanecido en el redil! De todos modos, meditar en el amor de Cristo, Dios como el Padre y hombre como nosotros, hace que su amor humano-divino nos aparezca más cercano, más inteligible: es el amor de un corazón de carne como el nuestro.

El amor de Cristo, hombre como nosotros, repito, se nos revela más comprensible: entendemos el amor de un hijo que en Caná de Galilea escucha la petición de su madre; el amor que llora la muerte de un amigo del alma; el amor de un judío, buen hijo de su pueblo, que solloza ante la perspectiva de la destrucción de la gran ciudad de Jerusalén; el amor que se conmueve ante la generosidad de una anciana que pone todo su tesoro, apenas unas monedillas, en el cepillo del templo; el amor que acoge las lágrimas arrepentidas de la mujer pecadora, el que se rinde ante la petición de un ciego, de un paralítico, de un leproso. Es el amor del Corazón misericordioso de Jesús.

La lectura del profeta Ezequiel y del Evangelio de Lucas nos han hablado del amor de Jesús encarnado en la actitud de un pastor bueno que cuida con esmero de sus ovejas, que no permanece impasible ante la que se aleja, que la busca y no para hasta encontrarla; que no la castiga por su inconsciencia o su maldad, sino que, recuperada, la carga sobre sus hombros para que le resulte más llevadera la vuelva al redil; que no puede ocultar su alegría y, vuelto a casa, el pastor reúne a sus amigos para hacerles partícipes de su alegría, más intensa que la que le produce el comportamiento prudente y fiel de las ovejas más dóciles que han permanecido en el redil.

El profeta Ezequiel completa la imagen del Buen Pastor que cuida amorosamente de sus ovejas, las apacienta en pastos escogidos y las hace descansar en pródigas dehesas, alimentándolas con pingües pastos. El Buen Pastor, Dios, busca la oveja perdida, recoge a la descarriada, venda sus heridas, guarda y apacienta a la que está fuerte y robusta. Dios cuida amorosamente de cada una de sus ovejas, se interesa por ellas, se sacrifica por su bien, no las abandona nunca, no siente ascos de sus heridas, las cura con sabiduría y delicadeza extrema.

Inspirada por Dios en una visión, la hermana Droste-Vishering pidió al Papa León XIII que consagrara el mundo al Sagrado Corazón de Jesús. Consagración que el Pontífice realizó en el verano de 1899. Todos los años la Iglesia conmemora en su Liturgia la historia de la redención. Cada festividad se centra en un suceso distinto de esa historia, un aspecto diverso del misterio de la Encarnación y de nuestra Redención. En la fiesta que celebramos hoy, el misterio de la Encarnación y de la infinita caridad de Dios se manifiesta de manera particularmente visible. Al decir Corazón de Jesús tocamos la fibra más digna y noble de la naturaleza humana. Tener un corazón capaz de amar, que conoce la soledad y el sufrimiento, que se solidariza y participa el dolor ajeno, que experimenta la alegría de compartir los más nobles sentimientos humanos, que se conmueve porque Dios se revela a los más sencillos y humildes, constituye la característica más noble de la naturaleza humana. La ciencia o la sabiduría, magnífica pero fría, no atrae; suscita, quizá, admiración pero deja impasible el corazón. Es en éste donde encontramos la esfera más tierna, más interior y secreta de la persona. Es precisamente en el corazón de Jesús donde, según san Pablo, “habita la plenitud de la divinidad”.

Conocer más de cerca la altura, la anchura y la profundidad del corazón de Jesús hace que nos acerquemos él con mayor confianza, facilita una oración amistosa, cálida, sincera. El diálogo, la conversación entre dos personas que se quieren, es descanso para el alma, fortaleza en los momentos de cansancio, alivia nuestros dolores y sufrimientos, es causa de alegría y serenidad. Hemos de procurar ser almas de oración. No dejemos de reservar unos minutos al día para ese dialogo sosegado, tranquilo, confiado con el Señor. Jesús mismo, leemos en el Evangelio, procuraba encontrar los momentos para conversar familiarmente con sus discípulos, quizás después de unos días de intensa predicación, o al concluir las duras faenas de la pesca.

Conociendo el amor que Dos nos tiene, nos será más fácil abrir el corazón, hacer partícipe a Jesús de nuestras preocupaciones, de nuestras ilusiones y esperanzas, de nuestros intereses y proyectos; resultará más fácil pedir perdón de nuestras faltas, sin sentirnos humillados por ellas y privados de esperanza.

Agradezcamos a Dios el don de su amor infinito. Es lógico que la medida de la gratitud la determine la magnitud de la gracia recibida. Percibir con mayor claridad la altura, la anchura y la profundidad del amor de Dios, nos llevará a hacer de nuestra vida un continuo canto de acción de gracias. El amor de Dios nos rodea y penetra, se hace visible en innumerables detalles a lo largo del día. No dejemos de mostrarnos agradecidos al reconocerlos.

Y con la gratitud, el desagravio por nuestro pecados que han herido el corazón amabilísimo del Salvador. El desagravio que primero es reconocimiento de nuestras faltas y pecados, y luego se traduce en el acto o los actos con los que se quiere aliviar a la persona amada, en este caso al Corazón sacratísimo de Jesús, reparar su sufrimiento, compensar lo que nosotros u otros hecho mal. El mayor acto de desagravio es la Santa Misa. A la máxima ofensa corresponde la máxima compensación, y nada más grande y precioso podemos ofrecer que la Santa Misa. Asistamos pues con piedad y devoción. Amén.

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