Homilía del Obispo de Cuenca en las Órdenes Sagradas

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Queridos sacerdotes concelebrantes, querido Carlos, familiares, amigos, paisanos, queridos fieles todos que asistís con gozo a la celebración de una nueva ordenación sacerdotal que llena de gozo a toda la Iglesia diocesana.

1) Celebramos hoy la solemnidad de los santos Apóstoles Pedro  Pablo que rubricaron con su sangre, como tantos otros hombres y mujeres a lo largo de los siglos, el testimonio de su fe, fuerte y segura, en Nuestro Señor Jesucristo. A su patrocinio nos acogemos para que intercedan por nosotros y podamos imitar su fe, su vida, sus trabajos y sufrimientos por el Evangelio, su testimonio y su doctrina. “Tú eres Pedro y sobre esta Piedra edificaré mi Iglesia”; sostenidos por esas palabras de Jesús, con cariño de hijos fieles, renovamos nuestra adhesión y fidelidad al Sucesor de Pedro, a quien se le entregó el ministerio de ser principio y fundamento de la unida. Sólo sobre esta roca se edifica la Iglesia. Lo acompañamos con nuestro amor y nuestras oraciones. Carlos, Dios ha querido que tu ordenación sacerdotal coincidiera con la solemnidad de San Pedro y San Pablo; que este hecho refuerce en ti la veneración por el dulce Cristo en la tierra como gustaba llamarlo a santa Catalina de Siena, convencido de que sin unión con el Cuerpo episcopal y con su Cabeza, el Romano Pontífice, no puede haber para nosotros unión con Cristo.

2) La sensación de que el amor y la omnipotencia de Dios llena este instante se desprende de los textos y los gestos de este sagrado rito de la ordenación sacerdotal. En él nos acompañan los santos del cielo a quienes invocaremos en las Letanías “para que el Señor derrame generosamente sus dones” sobre  nuestro hermano Carlos. Por la imposición de las manos del Obispo tendrá lugar una nueva presencia de Cristo en su persona. Es cierto, que la el sacerdote no monopoliza la presencia de Cristo entre los hombres. Por el Bautismo, en efecto, somos injertados en Cristo y nos convertimos en otros Cristos; gracias a este sacramento se da ya en nosotros una presencia “estremecedora” de Cristo, de manera que se puede hablar de de una real “identificación” con Él. Pero por la ordenación sacerdotal se da una nueva presencia en el cristiano, distinta no sólo de grado o intensidad, sino esencialmente distinta. Este modo de presencia de Cristo en el sacerdote lo hace participar de un modo nuevo en el sacerdocio eterno de Jesucristo. Por la imposición de las manos el sacerdote queda, en efecto, configurado, transformado, identificado con Cristo Cabeza y Pastor de su Pueblo, de manera que el sacerdote puede actuar “en la persona de Cristo”. Sabes bien, querido Carlos, que no serás tú propiamente quien bautice, absuelva los pecados o celebre la Eucaristía, sino que será Cristo mismo quien lo hará; y tú le servirás como instrumento. Serás como la humanidad de Cristo, sus manos, su voz, con las que el Señor seguirá realizando su obra redentora. En este contexto, se comprende que se haya podido decir que “el sacerdocio es lo más grande que Dios puede dar a un alma” (San Josemaría Escrivá). No es motivo para el orgullo personal, ya que el sacerdocio ordenado es un don, que se añade al recibido en el Bautismo, en el que se fundamenta la radical y común dignidad del cristiano. Nadie mejor que nosotros sacerdotes sabe y conoce la propia debilidad que “obliga” a ser humildes, sin que por ello dejemos de asombrarnos por la transformación que se produce en nosotros por la Ordenación.

3) La conciencia de que llevamos tesoros en débiles vasos de barro te ha de llevar diariamente a buscar la fuerza en la oración. Ésta es la primera tarea del sacerdote y del Obispo: la oración. Ella debe marcar el ambiente sobrenatural en que se mueve y actúa. La oración te mantendrá en pie y será el secreto de tu eficacia pastoral: “ni el riega ni el que siembra, sino Dios es quien da el incremento”. Los frutos de santidad personal y ajena nacen en un campo labrado y abonado por la oración. El Papa Francisco ha utilizado muy recientemente palabras fuertes hablando de la oración a los Obispos: “un obispo que no reza es un mercenario”; y la frase vale también, sin duda, para el sacerdote. Necesitamos imperiosamente de la oración, una oración que se continúe en una vida entregada generosamente a la misión: “igual que el Padre me conoce, y yo conozco al Padre; yo doy mi vida por las ovejas”. ¿No nos están sugiriendo estas palabras la necesidad absoluta de la oración en la vida de un Pastor? Cada día, con constancia, superando los obstáculos que amenazan los momentos de encuentro personal con Dios, desplazando posibles tareas y ocupaciones a otros momentos del día, ordenando la jornada convenientemente.

4) Nuestro sacerdocio, querido Carlos, es el nombre de un servicio, no de un honor. Cristo, de cuyo sumo y eterno sacerdocio participamos, no vino para ser servido, sino para servir (Mt20, 28). Se trata de una actitud fundamental del sacerdote, una actitud que está presente en sus planes y proyectos; forma parte de la raíz de  nuestra existencia. Deberemos preguntarnos con frecuencia, en los distintos momentos de nuestro día, en cada actividad: ¿me mueve la voluntad de entrega? Así hemos de conducirnos con todos, como un servidor que  no actúa para imponer su visión de las cosas, su voluntad, su personalidad, sino para darse a los demás, para donar su vida, para entregarla, es decir para darse por entero. ¡Qué lástima si el sacerdote en lugar de servir, pretendiera ser servido! Se privaría de la alegría que brota de la entrega generosa a la grandiosa epopeya de la Redención. Nuestra misión es servir a los demás la Palabra de Dios, los sacramentos, la guía espiritual. Servir a pesar de nuestra personal indignidad. Servir al Señor en primer lugar y, después, a las almas todas, de verdad, con empeño, calladamente, huyendo de la tentación de figurar y de robar protagonismo a Dios Nuestro Señor y sabiendo que no siempre serás comprendido. Espíritu de servicio, deseos de servicio, descuidado de consideraciones fuera de lugar: merezco más, no me consideran, no tiene en cuenta mis capacidades y valores. Descuidado de si subes o bajas, de si eres más o menos importante, del mayor o menor brillo humano. Orgulloso de servir a las almas. Espíritu d servicio que se traducirá en tu disponibilidad, en el propósito de gastarte, de cansarte, de no ponerte límites ni condiciones, de no decir basta, de no esgrimir nunca derechos que son más que problemáticos. ¡Nos ordenamos para servir!

5) Permitidme recordar un aspecto de nuestra condición sacerdotal: no existimos solos, somos con otros; todo sacerdote es miembro de un presbiterio; es sacerdote dentro de él. Por eso es importantísimo renovar la conciencia de nuestra pertenencia al presbiterio diocesano, de no buscarse soledades, aislamientos, que no puede hacer bien; de vivir la alegría del compartir, de no perderse los momentos de encuentro, de buscar espacios y momentos para confraternizar, en lo espiritual y en lo más material.  Es un rasgo también esencial de nuestro sacerdocio. Los interese comunes están por encima de los propios. No podemos ir a lo nuestro, despreocupados del bien común.

En comunión con el Santo Padre y con el Obispo. La obediencia es un seguro indicador del necesario espíritu de servicio. Un solo cuerpo. Unidos en la persecución de los mismos objetivos, en comunión de intereses, que nos hará más fuertes y eficaces. No hay bien particular al margen del común, no hay éxito personal que no sea de todos, remando todos en la misma dirección, superando posibles tentaciones de protagonismo.

Que los santos Apóstoles Pedro y Pablo intercedan ante Dios Nuestro Señor para que tu fe nunca se debilite y se mantenga siempre viva tu entrega generosa a las almas. Amén.

 

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