Homilía del Obispo de Cuenca, Monseñor José María Yanguas, el Viernes de Dolores

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Queridos hermanos, sacerdotes, autoridades provinciales, Real e Ilustre Congregación de Esclavos de Nuestra Sra. de las Angustias.

La revelación de Dios acontece en la historia, y se lleva a cabo con palabras y obras. Dios se revela a los hombres actuando: así sabemos de Él que es un Dios que salva, que perdona, que es amante de la vida, que es clemente y piadoso, que está siempre de la parte de su pueblo, aunque este no siempre esté de la suya.

También la revelación de Jesús tiene lugar en la historia, se nos manifiesta al compás de los hechos, lo vamos conociendo poco a poco. El misterio de Jesús, la verdad de su persona, se desvela lentamente, como la Cruz el día de Viernes Santo. Es significativo que también para la sabiduría griega, la verdad es desvelamiento; todo está como velado y conocemos las cosas cuando alzamos el velo que las esconde, que las cubre. Por eso hablamos de descubrimientos, las cosas se nos dan a conocer a medida que se levanta el velo que las cubre. Más se descubren, más muestran su verdad y más las conocemos. Y su descubrimiento y el relativo conocimiento acontece como un hecho que tiene algo de extraordinario, de sorprendente. ¡La luz, la bombilla que se nos enciende!

El versículo anterior al texto que hemos leído es como un fogonazo que desconcierta y deslumbra a los judíos. En varias ocasiones le habían preguntado: tu, ¿quién eres para hacer estas cosas? En varios momentos, después de curar a alguien, Jesús le había mandado no decir nada a nadie. También después de la escena gloriosa del Tabor. Momentos antes de la escena narrada en el Evangelio los judíos, los judíos le habían preguntado molestos, con un cierto enfado: Pero ¿hasta cuándo nos vas a tener en ascuas? Dinos francamente, sin medias palabras, quien eres tú. Jesús les responde: ya os lo he dicho; lo que pasa es que no me creéis. Ahora se lo dice sin ambages: “El Padre y yo somos uno”. Al oír esas palabras agarran unas piedras para apedrearlo. Han entendido bien el significado de esas palabras. Te apedreamos porque has blasfemado haciéndote igual a Dios. Lo acusan de blasfemia. Han entendido muy bien lo que significan las palabras de Jesús, y nosotros entendemos ahora porque el Señor fue poco a poco revelando su secreto, su misterio.

No podía revelar con toda claridad desde el principio quién era. Primero predicó una doctrina que despertaba admiración, asombro. En efecto: ¿de dónde le viene a este esa sabiduría? ¿No es el hijo del carpintero? No les cuadraban las cosas. Se admiraban porque hablaba con una autoridad que no tenían los maestros de Israel. Y luego hacía obras maravillosas: curaba todo tipo de enfermedades y sanaba a todos los que acudían a Él. Poco a poco fueron cayendo en la cuenta de cuanto había de especial en Jesús, aunque no podían ni siquiera sospechar quién era en verdad. Pero sus palabras y milagros convencieron a muchos de que era alguien que venía de Dios. Solo si estaba de la parte de Dios podía hacer y decir tales cosas: perdonaba los pecados y ¿quién puede hacerlo sino solo Dios?; y no solo se ponía a la altura de Abrahán, sino que decía que Él existía antes de que lo hiciera el patriarca. Y ahora dice que es uno con el Padre, con Dios. ¡¡Dice que es Dios!!

Llegado este momento, la verdad de Jesús ha quedado al descubierto. Y la cuestión definitiva es: con Él o contra Él. O reconocerlo y confesarlo como Dios, como había hecho Pedro, o apedrearlo por blasfemo, como pecador, como querían hacer los judíos, porque decía ser Dios. No te apedreamos por ninguna obra buena de las que has hecho, admitimos que las has hecho, que eres un benefactor de la sociedad, pero no admitimos de ningún modo que tu seas Dios. Un hombre bueno, sí; un maestro de moral, sí; un bienhechor de todos, un hombre justo y promotor de justicia, vale, bien. Pero ¿Dios?, ¡eso no! Así Cristo, así la Iglesia y así tantas veces con los cristianos y con cuantos hombre y mujeres buenos que quieren serlo hasta las últimas consecuencias: se aprecian sus buenas obras, su preocupación por los más débiles y necesitados, su interés por los descartados, los enfermos, los sujetos a adicciones, ¡pero que no nos hable de Dios.! Quizás no nos damos del todo cuenta de que la entrega generosa, sacrificada, hasta la muerte, el amor sincero a los más pobres, solo es posible si uno se sabe objeto del amor infinito de Dios, muerto por nosotros, pecadores.

Que la Virgen de las Angustias, Madre de los Dolores, nos ayude a descubrir toda la verdad, estremecedora, del hijo que tiene en sus brazos, ¡Dios y hombre verdadero!, Redentor y Salvador.

 

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