Queridos hermanos:
Las palabras del Apóstol que acabamos de escuchar en la segunda lectura resuenan en nuestros oídos de un modo especial en esta tarde del Jueves Santo. “Cada vez que coméis de este pan y bebéis del cáliz, proclamáis la muerte del Señor, hasta que vuelva”. Cada Eucaristía que celebramos es proclamación de la muerte del Señor. Es decir, cada Eucaristía es anuncio solemne y gozoso del amor infinito de Dios. Anuncio para todos y personal toma de conciencia del amor de Dios por cada uno. Queridos hermanos, en esta tarde santa pido a Dios nuestro Señor que avive en todos y en cada uno la conciencia de su infinito amor por nosotros. Porque el Jueves Santo es el día del triunfo del amor, del paroxismo del amor de Dios por nosotros: en esta tarde su amor alcanza su grado más alto.
Sí, porque hoy conmemoramos la institución del divino sacramento de la Eucaristía: Con él el Señor ha encontrado el modo de hacer perennemente presente en su Iglesia su sacrificio de oblación al Padre por nosotros, acontecido en la tarde del Viernes Santo. La Cruz es el gesto supremo del amor de Jesucristo al Padre, porque es el acto de la más estrecha unión de la voluntad de Jesús con la del Padre. Esa unión de voluntades es justamente el amor. La obediencia al Padre, la obediencia a su voluntad hasta la muerte es el acto por excelencia de amor. Ante ese amor fluye del alma la acción de gracias más sincera. Gracias, Señor, por el regalo de la Eucaristía; por ella tu Sacrificio se actualiza, se hace presente cada día, perennemente actual. Nunca se hace viejo. Siempre están frescas sus heridas, siempre es presente, actual, su entrega, aquel “¡todo se ha consumado!” dicho con voz fuerte, ¡un grito!, en la Cruz. Participemos con frecuencia en la Eucaristía, sobre todo los domingos; acerquémonos a recibirla siempre bien dispuestos,con pureza de alma y cuerpo, de manera que seamos alimentados por ese Pan divino y curados por la Sangre redentora.
En esta tarde santa, el Señor instituye un segundo sacramento: el sacramento del Orden sagrado, el sacerdocio, que está enteramente al servicio de la Eucaristía. El sacerdocio es servicio de amor y servicio al amor. Cristo quiere asumir a toda la humanidad en su sacrificio; quiere que la vida de los hombres sea una ofrenda al Padre, unida ala suya. La predicación de la Palabra, la guía de las almas, la celebración de los sacramentos, todo debe confluir en la Eucaristía, en el sacrificio de Jesús al Padre “fuente y cumbre de la vida cristiana” (LG 11). La liturgia, y dentro de ella la Eucaristía, es “la cumbre a la cual tiende la actividad de la Iglesia y, al mismo tiempo, la fuente de donde mana toda su fuerza” (SC 10). Se puede decir que con la muerte de Cristo en la Cruz comienza el formidable movimiento de la vuelta al Padre de toda la humanidad, y aún de toda la creación, que es asumida por y participa de la fuerza del Espíritu Santo que mueve todas las cosas hacia su plenitud, a su perfección, que se encuentra sólo en Dios. Toda la historia de los hombres y del mundo se convierte en una grandiosa Eucaristía. El sacerdocio existe sólo para celebrar esa Eucaristía. Pidamos esta tarde por todos los sacerdotes, para que, conscientes de su misión, se consagren total y gozosamente a ella.
El evangelio de hoy relata lo que podemos llamar prólogo del relato de la institución de la Eucaristía. Este no es otro que el conocido episodio del lavatorio de los pies. Cristo siervo, por amor, de sus hermanos. Solo por amor se puede convertir uno en siervo, en esclavo de los demás. Y solo en Dios podemos aprender esa lección. Es también san Juan en su primera carta quien nos dice: “Nosotros hemos conocido el amor que Dios nos tiene y hemos creído en él”; el conocimiento del amor que Dios nos tiene, sabernos objeto de ese increíble amor es lo que, en última instancia, está en el origen de nuestra fe. Creemos porque nos sabemos objetos del amor de Dios. Creemos en Dios porque creemos en su amor.Y la experiencia del amor que hombres y mujeres encontramos en otros cristianos es senda que nos lleva hasta Dios: Ojalá en esta tarde del Jueves Santo el Señor suscite en nosotros un más vivo deseo de que el amor y las obras de amor sean para muchos camino que les lleve al encuentro con Dios vivo, a la fe.
Hoy debemos preguntarnos de nuevo si el del amor es para nosotros, de verdad, el primero de los mandamientos; mandamiento que no podremos vivir si el Señor no es lo primero en nuestros corazones; y no lo será si no amamos a nuestros hermanos. “Quien ama a Dios, ame también a su hermano” (1 Jn 4, 21). Que así sea.