Homilía del Sr. Obispo el día de Jueves Santo

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Existe un dicho bien conocido en la tradición cristiana, según el cual: “Tres jueves hay en el año que relucen más que el sol: Jueves Santo, Corpus Christi y el día de la Ascensión”. Dos de esos días tienen que ver con la Sagrada Eucaristía, verdadero sol que alumbra en la tierra con más fuerza que el que lo hace en el cielo.
En estos días previos a la Pasión del Señor hemos visto aparecer en su alma, y se ha manifestado en algunos de sus gestos, la prisa, la premura con que se mueve quien no quiere llegar tarde a un encuentro anhelado, fruto del vivo deseo de algo largamente esperado. Nos cuenta San Lucas que cuando llegó la hora -expresión con la que se anuncia que ha llegado uno de los grandes momentos de la vida de Jesús, la hora de su manifestación como Dios mediante los milagros, la hora de los sufrimientos indecibles en el Huerto de los Olivos, la hora del milagro de amor de la Eucaristía-, cuando llegó la hora, Maestro y discípulos se sentaron a la mesa, y Jesús dio inicio a la cena pascual con unas palabas solemnes y humanísimas: “Ardientemente he deseado comer esta Pascua con vosotros antes de padecer, porque os digo que no la volveré a comer hasta que se cumpla en el reino de Dios”. Ardientemente he deseado que llegara este momento. Toda la existencia de Jesús está orientada a su Muerte y Resurrección, que se celebrarán hasta el final de la historia en el memorial de la Eucaristía que en esta noche se instituye. El final de la vida de Jesús, su objetivo, arroja luz sobre toda su vida terrena. Vino a la tierra para celebrar esta Pascua, la fiesta de la liberación de los hombres del yugo de la esclavitud del pecado. Liberación que acontece con el sacrificio del Cordero de Dios, Cordero inmaculado que quita el pecado del mundo.
En la noche en que el pueblo judío celebraba la memoria de la liberación histórica de las tribus de Israel de la esclavitud de Egipto, origen de Israel como pueblo, esa misma noche Jesús instituye el sacramento que actualizará a lo largo de la historia su propio sacrificio redentor, por el que fuimos librados del pecado y con el que vio la luz un nuevo pueblo, el pueblo de la nueva y definitiva Alianza.
En esta tarde-noche el amor infinito de Dios se derrama con extraordinaria abundancia sobre la humanidad: Jesucristo instituye la Sagrada Eucaristía que perpetuará su sacrificio; con ella, inicia el nuevo sacerdocio: haced esto en memoria mía” y recibimos la nueva ley que sustituye a la antigua: “Os doy un mandamiento nuevo, que os améis los unos a los otros; como yo os he amado, amaos también unos a otros”.
La institución de la Eucaristía, del sacerdocio y del mandamiento nuevo van precedidos de un gesto lleno de sentido: el lavatorio que Jesús hace de los pies de los discípulos. Eran los siervos de la casa los encargados de lavar los pies de los invitados a la mesa de su dueño. Con ese gesto graba el Señor a fuego en el alma de sus discípulos que él ha venido para servir no para ser servido, para servir como fruto del amor. No es un servicio cumplido de modo servil, sino el servicio de quien es señor, porque uno es grande no por el poder que tiene ni por el saber adquirido ni por la fama o la estima de que goza, sino por el amor que vive y por el amor con que sirve a los demás. Todos recordamos seguramente la escena en la que Madre Teresa de Calcuta recibió en 1979 el premio Nobel de la Paz. Estaba rodeada de los grandes de este mundo. Pero la más grande entre ellos era Madre Teresa. aquella diminuta, enjuta, mujer, vestida con su habitual sari blanco con bordes azules; la más grande porque seguramente era la que más amaba.
Sin un corazón sencillo, humilde, servicial, no se alcanza a entender el misterio de la Eucaristía, ni tampoco el del sacerdocio ni el del amor como primer y principal mandamiento. Sin humidad no se entenderá que Dios se haga hombre ni que se oculte bajo las especies de pan y vino en la Eucaristía; no se entenderá el sacerdocio que no es poder sino servicio a Dios y a las almas; y no se entenderá que el amor prevalezca sobre todo.
Ante dones tan grandes como los que se nos regalan hoy a los hombres, la actitud de agradecimiento debe brotar con fuerza del alma; junto a ella la del asombro y admiración ante la bondad infinita de Dios, y la adoración y alabanza de aquel que nos hace tales dones.
San Pablo nos recuerda en la segunda lectura de hoy que cada vez que comemos su cuerpo y bebemos su sangre -no un simulacro o un mero signo de ambos-, “proclamamos la muerte del Señor hasta que vuelva”. Esto es la sagrada Comunión, alimento del alma y anuncio de la gloria. Se explica bien lo que el Apóstol dice a continuación, a modo de fraterna, pero severa advertencia: “Así pues, que cada uno se examine, y que entonces coma así del pan y beba del cáliz. Porque quien come y bebe sin discernir el cuerpo, come y bebe su condenación”. Porque el Cuerpo del Señor y su Sangre se pueden comer y beber indignamente, y entonces el pan de vida es causa de muerte, como una medicina llamada a dar la salud se torna un veneno eficacísimo cuando se toman indebidamente.
Al adorar esta tarde-noche en el monumento a Cristo Eucaristía en nuestras iglesias, siguiendo una piadosa costumbre, pidamos recibirlo siempre limpios de pecado y con unas disposiciones tales que sea verdaderamente para nosotros pan de vida eterna y entrega generosa de caridad para nuestros hermanos. Amén.
Pidamos también por los sacerdotes de todo el mundo para que sean buenos, santos sacerdotes, que cumplan con fidelidad la misión que se les ha confiado. Amén.

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