Homilía del Sr. Obispo el día de la Virgen de la Luz, Patrona y Alcaldesa de honor de la ciudad de Cuenca

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Sr. Alcalde, miembros de la Corporación municipal, queridos hermanos:

Nos hemos congregado, un año más en esta bella y acogedora iglesia dedicada a la Madre de Dios en su advocación de Virgen de la Luz, Patrona de nuestra ciudad y su alcaldesa de honor. En la Misa de ayer, la corporación municipal, reviviendo una secular tradición, renovó el voto que hizo por primera vez el 5 de mayo de 1736 para dar gracias a la Virgen por los favores milagrosos recibidos por nuestra ciudad gracias a su intercesión. La gratitud es una gran virtud humana, natural en un doble sentido: porque acomodada al ser del hombre, conforme a su naturaleza, deudora de tantos servicios y dones de los demás: a todos desagrada la persona que no sabe reconocer los dones que recibe, que piensa que todo le es debido porque, en definitiva, se considera erróneamente superior a todos. Y natural, también, porque brota inmediata espontánea, sin afectación, como manifestación sencilla, directa del corazón. Pero es también virtud sobrenatural, construida sobre la natural a la que además perfecciona; virtud que Dios nos da, y que nace de la clara percepción de que todo es gracia, regalo suyo. Demos pues gracias a Dios que, fijando sus ojos en María y por su intercesión, ha querido conceder su favor a esta ciudad en diversos momentos de su historia. Demos gracias porque la gratitud sincera, no afectada, es, a la vez, un seguro de nuevas gracias. Esa actitud que reconoce el don que se hace invita a seguir haciéndonos. En cambio la ingratitud cierra el corazón de quien hace el don, le ofende, le resulta molesta esa actitud: “No han sido diez los curados, ¿los otros nueve dónde están?”, dice Jesús al leproso curado ˗¡un samaritano!˗, que ha vuelto para darle gracias. Lo sabemos por experiencia propia: el agradecimiento abre el corazón de quien hace el regalo; la ingratitud, en cambio, lo cierra a cal y canto. Como en el caso de todas las demás virtudes, también nos conviene ser agradecidos; de la virtud dimanan bienes para el individuo y para la sociedad. “Sed agradecidos”, dice San Pablo a los fieles de Colosas (3, 15).

 

Acabamos de escuchar un pasaje del Evangelio bien conocido y que, sin embargo produce siempre una cierta extrañeza. Algunos escribas y fariseos han pedido a Jesús que obre un milagro, como si fuera un prestidigitador, una especie de mago. Quieren un poco de espectáculo, de diversión gratuita. No se acercan ciertamente a Jesús con las disposiciones adecuadas, buscan en Él lo que no encontrarán nunca (de ahí su decepción: también nosotros pedimos quizás al Señor lo que no nos conviene y, cuando como buen padre no lo concede, nos enfadamos, decepcionados, y decimos que Dios no nos escucha). Aquellos hombres no vienen a Jesús buscando a Dios; en su actitud no hay nada de religioso. Por eso les habla de Nínive, la gran ciudad asiria, y del milagro de Jonás que, con su predicación, movió a la conversión a aquella enorme ciudad. Y en este contexto se pone la escena descrita en el evangelio de hoy.

Jesús está todavía hablando a aquellos escribas y fariseos, curiosos, superficiales, amigos de lo espectacular, de la novedad fuera de la común, de la experiencia excitante, de lo extraordinario. En aquel momento se le acercan su madre y sus hermanos con intención de hablarle. Alguien se aproxima a Jesús para comunicárselo: “Tu madre y tus hermanos están fuera y quieren hablarte”. Jesús le responde: ¿Quién es mi madre y mis hermanos? ¡Estos son mi madre y mis hermanos!, dice Jesús señalando con la mano a sus discípulos. Son palabras un tanto hoscas, el tono como de cierta aspereza, de sorpresa molesta, incomprensibles a primera vista. ¿Mi madre y mis hermanos?, parece decir. No acabáis de entender, os fijáis solo en las apariencias. Seguís pensando que el Reino que yo predico se juega en las cosas que se hacen, en lo exterior y no en el interior del corazón que es de donde procede el bien y el mal. No es la carne, lo exterior, lo que aparece lo que cuenta, lo que importa, sino la escucha de la palabra de Dios y su cumplimiento. La fe nos enseña que María es grande más por ser la esclava del Señor que por ser la Madre de Jesús; más por ser la sierva humilde y siempre obediente a la voluntad de Dios que por ser la reina madre. Los humildes, los sencillos, los que reconocen a Dios como soberano son los más grandes en el Reino; los que se hacen pequeños como niños; no los soberbios, los orgullosos, los prepotentes, los que se consideran autosuficientes y creen no necesitar de Dios, los que se juzgan dueños del mundo, del bien y del mal, de la vida y de la muerte, de sus vidas y de las de los demás…; esos están lejos del Reino.

 

Jesús se muestra casi duro en sus palabras porque no quiere que queden dudas. Las cosas en su Reino son muy distintas de las de este mundo, el reino de los hombres. El Reino de Dios lo forman aquellos cuya humildad, pequeñez y sencillez ha mirado Dios; a esos los ve con  buenos ojos. El Reino de Jesús lo forman no quienes hacen cosas grandes, sino más bien aquellos en los que Dios hace cosas grandes, no siempre visibles, llamativas, sino escondidas, ocultas; aquellos que se dejan hacer por Dios, que son dóciles a sus palabras, que cumplen voluntad, que saben ˗¡gran ciencia!˗ que servir a Dios es reinar. Son bienaventurados no los que se limitan a escuchar, a saber, a conocer, sino quienes cumplen o hacen la voluntad de Dios.

El cristianismo, hermanos, no es una organización benéfica ni lo que se llama un poder fáctico. Es lo que dice Jesús a Pilatos: no te equivoques; mi reino no es de este mundo, no es como los de este mundo. “Si mi reino, le dice, fuera de este mundo, mi guardia habría luchado para que no cayera en manos de los judíos”. No es siquiera una alternativa cultural, aunque, si la fe es auténtica, la genera; no es una teoría ni una suma de proposiciones ni un conjunto de doctrinas frías y abstractas; no es tampoco un moralismo ni una simple propuesta de valores. Es mucho más. El cristianismo es vida, y por lo tanto es amor (ayer celebramos la solemnidad del Espíritu Santo, amor sustancial del Padre y del Hijo); es por lo mismo comunión, porque el amor une estrechamente, comunión con Dios y comunión con los demás. Es obediencia al Padre y entrega a los demás. El cristianismo es sencillamente Cristo. Y Él es nuestro camino, el camino que hemos de recorrer. Sígueme dice al joven rico, sígueme dice a Pedro, seguidme dice a los Apóstoles.

María ha seguido como nadie a Jesús. Es su mejor discípula, la que más nos recuerda a su Hijo. Por eso es la más santa y grande. ¡Omnipotencia suplicante!: hoy acudimos confiados a ella invocándola sencillamente como Madre nuestra: ¡ruega a tu Hijo por nosotros! Cuida de tus hijos conquenses, de todos sin excepción; hazlo ahora, en esta vida, y cuando llegue, también en la hora de nuestra muerte. Amén.

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