Homilía del Sr. Obispo el Viernes de Dolores en el Santuario de la Virgen de las Angustias (Cuenca)

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Queridos Hermanos:

El Viernes de Dolores nos trae año tras año a este santuario de la Virgen de las Angustias, patrona de nuestra diócesis, en las vísperas de la Semana Santa. Esta Misa es como el prólogo de los días de la celebración de los misterios de la Pasión, Muerte y Resurrección del Señor. A lo largo de ellos escucharemos con frecuencia las palabras iniciales de la secuencia latina del “Stabat Mater dolorosa”: “La Madre piadosa estaba/junto a la cruz y lloraba/ mientras el Hijo pendía;/cuya alma, triste y llorosa/, traspasada y dolorosa/fiero cuchillo tenía”.

La escena de María junto a la Cruz ha sido objeto de la atención de pintores, escultores, poetas… a lo largo de los siglos. Jesús agonizante en la Cruz, su Madre a sus pies junto a aquellas otras dos Marías, la de Cleofás, pariente cercana, y María Magdalena. Cerrando el cuadro el Apóstol Juan, el discípulo amado del Señor.

La presencia de María en el Evangelio se abre con la Anunciación del Señor y la respuesta de María a la voluntad de Dios sobre ella, respuesta que constituye un acto de obediencia plena, total, sin reservas. El cúmplase, el “fiat”, de María es modelo de la respuesta que los hombres deberíamos dar a la manifestación de la voluntad de Dios sobre cada uno. “Hágase”, hágase tu voluntad. Alguien podría interpretar estas palabras como un sometimiento, un acto de sumisión improcedente. En realidad, se trata de algo bien distinto: La respuesta de María significa: “A partir de ahora, Señor, tu voluntad es la mía”; no es que María renuncie a tener voluntad propia, sino que ha decidido libremente que su voluntad sea la de Dios. Su unión con Dios es tan profunda e íntima que acepta y sigue la voluntad del Señor haciéndola propia.

Se reproduce así en su alma la actitud de Jesús en la hora de su muerte. Jesús es verdadero hombre, tiene su propia voluntad humana, siempre en perfecta consonancia con su voluntad de Hijo del Padre. En el Huerto de los Olivos, a punto de comenzar su Pasión, rezará aquellas conmovedoras palabras: “Padre, si quieres, aparta de mi este cáliz, pero no se haga mi voluntad, sino la tuya” (Lc 22, 42). María sigue el ejemplo de su Hijo en este momento de intenso dolor. Ella misma había recomendado a los siervos en las bodas de Caná: “Haced lo que Él os diga” (Jn 2, 5). Lo que Jesús dice en esta hora tremenda son palabras y gestos de aceptación de la voluntad del Padre hasta beber las heces del cáliz de la Pasión.

Es fácil aceptar y seguir la voluntad de Dios en los momentos del triunfo, del aplauso, cuando todo sale bien y todo va sobre ruedas. En cabio, experimentamos resistencia a esa voluntad divina cuando se hace presente el fracaso, el sufrimiento, la difamación, la calumnia, la infidelidad, las interpretaciones torcidas de nuestras acciones; cuando experimentamos la propia debilidad, la fragilidad que hace que aun viendo con claridad lo que hemos de hacer, y aun a pesar de nuestra buena voluntad, no somos capaces de ponerlo en práctica, y viene el desaliento, el desánimo, el pensar que no es posible vencer, y cedemos en nuestro empeño por comportarnos honrada y noblemente.

La Cruz queridos hermanos es el instrumento de nuestra redención. El Señor nos invitó a tomar la cruz de cada día en pos de Él, si queremos ser sus discípulos, y nos enseñó que el discípulo no es mayor que su maestro, ni el siervo más que su señor (cfr. Mt 10, 24). No hay posibilidad de interpretaciones erradas en el mandato que el Señor nos da: “El que me sirve, sígame, que donde Yo estoy, allí también estará mi servidor” (Jn 12, 26). Y es que toda la ley y los profetas se encierran en el mandamiento del amor a Dios y a los demás. Amor a Dios y al prójimo, de verdad, con obras. Y el amor es poner en el centro a Dios y a los demás, servirlos libremente. El egoísmo, en cabio, es ponerse a uno mismo en el centro y servirse de Dios y de los demás. Nuestra vida es el campo de batalla en que lucha amor y egoísmo. El Señor y su Madre Santísima hicieron de su vida una ofrenda agradable a Dios, cumpliendo siempre su voluntad, hasta la muerte. Esa es la lectura que el cristiano hace de la escena del Calvario.

En la primera lectura de la carta a los Hebreos hemos escuchado que el Hijo, Jesús, aprendió, sufriendo, a obedecer y llevado a la consumación, se convirtió para todos los que le obedecen, en causa de salvación eterna. La enseñanza es clara como luz de mediodía. La obediencia comporta siempre sufrimiento porque la tendencia es a autoafirmarse a costa o por encima de los demás; inclinación a imponer la propia voluntad, a no someterse a nadie. Egoísmo, soberbia, orgullo, frente a amor, don de sí, humildad. La victoria de estos sobre aquellos no se logra sin vencimiento, sin empeño, sin cruz, sin muerte: sin derramamiento de sangre no hay perdón (cfr. Hb 9, 22). Sin Cruz, no hay luz; sin muerte a uno mismo no hay vida. El grano de trigo que muere da mucho fruto, de lo contrario queda infecundo (cfr. Jn 12, 24).

Señora Nuestra de las Angustias, que acompañas a tu Hijo que muere por nosotros en la Cruz redimiéndonos; Madre nuestra, que con tu dolor participas en el de tu Hijo de manera singularísima y te conviertes así en corredentora: alcánzanos un vivo dolor de nuestros pecados, que haga que la muerte de tu Hijo sea para nosotros reconciliación con Dios y con los demás, y fuente de vida eterna. Que así sea.

 

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