Teniendo como telón de fondo la Cruz en la que Jesús se ha dejado enclavar en un ejercicio de libertad, fruto de su amor por cada uno de nosotros, flanqueado por dos ladrones, y a sus pies María, su madre, Juan, el discípulo amado, y María Magdalena, la pecadora arrepentida, hemos leído el evangelio de este día, en el que se acaba de desvelar el misterio de Cristo.
Hace unos días, leíamos en el evangelio cómo Jesús en respuesta a la pregunta de los fariseos: “¿Quién eres tú?”, respondía de manera un tanto misteriosa: “Yo soy”; las mismas dos palabras con que Yahwéh había respondido a Moisés en el monte Sinaí cuando este quiso conocer el nombre de quien se le revelaba en la zarza ardiente. Es el nombre misterioso de Dios: “Yo soy”, “Yo soy el que soy”, soy el viviente, el que da vida a todo lo que existe y todo sostiene en el ser.
Los judíos, hemos escuchado hace unos momentos, entendieron las palabras de Jesús teniendo como tenían en la memoria la escena del Sinaí; que las entendieron lo dice el hecho de que agarraron piedras para apedrear a Jesús. ¿Por qué razón? ¿Cuál es el motivo, si no he hecho más que el bien?, les objeta Jesús. No te apedreamos por una obra buena, le dicen. Y es que toda la historia de Israel contempla la defensa de la existencia de un solo Dios, el Dios del pueblo elegido, frente a los innumerables dioses de los pueblos vecinos. No, no te apedreamos por tus buenas obras, sino porque tus palabras son una terrible blasfemia: tú, siendo un hombre, te haces Dios, ¡y no hay más Dios que Yahwéh!
La enseñanza llena de autoridad y de sabiduría de Jesús, sus innumerables milagros testimoniaban que se trataba de alguien muy singular, pero para los judíos no justificaban en absoluto que se proclamase Dios. Pero la cuestión no estaba bien planeada por los judíos que escuchaban a Jesús. La pregunta que le hacían no debía ser: ¿por qué tu, siendo hombre, te haces Dios?, sino más bien: ¿por qué tú, siendo Dios, te has hecho hombre? Esta es la gran, la verdadera pregunta, la cuestión para la que los hombres, solos, nunca encontraríamos una repuesta cabal, ajustada a verdad. ¿Por qué, Señor, tú, siendo Dios, te has hecho hombre; ¿por qué has elegido participar de nuestra misma naturaleza, de nuestra condición humana?
Y ¿por qué la Cruz? ¿Por qué los dolores intensísimos de tu Madre? Ante esta pregunta es útil recordar las palabras que escuchamos a Juan en su evangelio: “Tanto amó Dios al mundo, que entregó a su Unigénito para que todo el que cree en él no perezca, sino que tenga vida eterna” (3, 16). Solo el amor explica la Encarnación y la Muerte de Jesús. Pero esas palabras superan nuestra capacidad de comprensión; no comprendemos porque no sabemos amar como Dios ama. El que ama, se sacrifica por lo que ama, se sacrifica por la persona amada. Cuanto mayor es su amor, más grande es su capacidad de sacrificio; si su amor fuese infinito, como es el caso de Dios, entonces su capacidad de entrega, de amor a los hombres sería también infinita. Jesús, que es Dios y hombre, sufre en la Cruz porque nos ama sin medida; sufre él y no ahorra dolores a su Madre la Virgen, tantos que la veneramos como Virgen de las Angustias, de los más agudos Dolores, a imitación del nombre “varón de dolores” con que veneramos a Jesús el día de Viernes Santo.
El misterio de la Virgen de las Angustias es el mismo misterio de Cristo: un misterio de amor sin medida. María nos ama con amor de madre, pues Jesús nos entregó a ella como hijos en un intercambio generosísimo. Y sufre con Jesús, nuestro hermano mayor, uniendo su dolor al de su hijo para redimirnos a todos. A ella recurrimos hoy, seguros de su intercesión: Virgen de las Angustias, Consuelo de los que sufren, ruega a Dios por nosotros. Amén.