Homilía del Sr. Obispo en el 400 aniversario de la muerte de la Venerable Ana de San Agustín

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Queridos sacerdotes concelebrantes, Madres Carmelitas de este convento fundado por SantaTeresa, autoridades, fieles todos:
Ana de San Agustín, junto Ana de San Bartolomé y Ana de Jesús, forman el trío predilecto de la Madre Teresa de Jesús. Esto bastaría para tenerla en alta consideración. Fueron tres religiosas que ayudaron a la Santa en su tarea reformadora y de fundación de conventos reformados. Nuestra Venerable gozó de la estima y del afecto de la Madre Teresa que la tenía en gran estima.
Cuatrocientos años se cumplen de la fecha de su muerte y aún se conserva muy vivo el recuerdo de la Venerable en Villanueva de la Jara. Venerable por que la Iglesia ha reconocido sus virtudes heroicas, primer y necesario paso hacia la canonización, en espera de que se pueda demostrar la existencia de algún milagro debido a su intercesión que permita declararla Beata. Pero parecería que su vida estuvo tan llena de hechos extraordinarios, milagrosos, que quizás el Señor se muestra ahora más remiso para obrar nuevos milagros por su intercesión.
La vida de la Venerable Ana está muy ligada a esta Villa Nueva de la Jara, a la que llegó acompañando a la santa Madre para fundar el decimotercer convento de descalzas. No mucho después la Venerable fundaría un nuevo convento en Valera de Abajo, que más tarde se trasladaría a san Cemente.
Nos acompaña en nuestra celebración la imagen muy milagrera de la Virgen de Trascastillo, de la parroquia de El Cañavate, cuya ermita quiso visitar en su camino a Valera de Abajo, para pedirle su bendición para el nuevo convento. Dicha imagen se le habría aparecido tiempo atrás, con gran resplandor y hermosura, en el convento de Villanueva, prometiéndole Ana que un día le devolvería la vista. Y así lo cumplió con ocasión de su ida a Valera, reconociendo Ana que la imagen que ahora contemplaba en su ermita, le sonreía y le daba su bendición para la nueva aventura que emprendía, era la misma que se le había aparecido tiempo atrás.
La vida de la Venerable está llena de hechos portentosos desde su niñez: apariciones, visiones, experiencias místicas… Hoy la Iglesia pone ante nuestros ojos la figura de María en el misterio de su Concepción Inmaculada. Mujer sencilla, casada con un carpintero, habitando una humilde casa en un pueblecitoo de Galilea, mujer de su casa, para que sea manifiesto que la santidad es un don divino, una gracias que pide solo correspondencia; que no depende tanto de hechos extraordinarios, sino de la búsqueda y cumplimiento de la voluntad de Dios. Si no fuera así, la inmensa mayoría de hombres y mujeres tendríamos cerrado el camino de la santidad, siendo así que Dios nos ha escogido para ser santos en su presencia desde antes de la creación del mundo.
Como es sabido, el concilio Vaticano II nos enseña que Dios llama a todos a la santidad y a todos proporciona las gracias necesarias para alcanzarla. Se trata de una llamada dirigida a todos, cualquiera sea el estado, profesión, cultura, lengua o nación. Nadie queda excluido de ella y nadie puede dispensarse de darle la debida respuesta.
Dicha respuesta adopta formas muy distintas según las circunstancias vitales de cada persona. Pero tanto la llamada a la santidad, como la respuesta que esta pide, es sustancialmente la misma: la llamada a la santidad está presente en el momento mismo en que recibimos el Bautismo que nos hace cristianos, injertándonos en Cristo y haciéndonos miembros de su Cuerpo místico. La nueva Vida inaugurada en el Bautismo encierra en sí misma un dinamismo que, si no oponemos resistencia, si cooperamos con ella y nos dejamos conducir por la fuerza de la gracia de Dios, nos permite alcanzar la santidad.
Pero, como dice Francisco debemos lograrla “cada uno por su camino”. No hay, pues, que desalentarse cuando se contemplas modelos de santidad que nos parecen, y son para la mayoría, inalcanzables o irrealizables. Hay testimonios que son útiles para estimularnos y motivarnos, pero no para que tratemos de copiarlos, porque eso podría hasta alejarnos del camino único y diferente que el Señor tiene para nosotros.
La vida de nuestra Venerable Ana de San Agustín, en la que se acumulan los fenómenos sobrenaturales extraordinarios, podría descorazonar a quien, habiendo iniciado con ardor y voluntad decidida el camino de la santidad, constatara que ninguno de esos fenómenos lo tienen como protagonista. El Papa sale al paso de ese posible desconcierto con las palabras citadas: “Cada uno por su camino”. Cada persona es un pensamiento de Dios distinto de los demás, y cada una debe hacerlo realidad en su vida. Aun siguiendo un mismo proyecto, una misma “regla”, podíamos decir, nadie pierde su peculiar modo de ser, su sello personal, en el que se ha de encarnar la llamada a la santidad que Dios le hace. No somos objetos de serie, sino personas, todas creadas a imagen y semejanza de Dios, aunque con características propias que nos definen e identifican.
La Venerable pudo “aprender” el espíritu del Carmelo reformado directamente de la Madre Teresa de Jesús. Ella lo vivió, lo reprodujo fielmente en “su” persona y en “su” vida. Un espíritu que no hace de cada religiosa un calco o reproducción exacta de las demás. Como cada persona es imagen y semejanza de Dios, y tiene, sin embargo, su propio nombre e identidad, así la vida espiritual de cada religiosa debe encarnar el mismo espíritu o carisma que Dios confió a su Fundador o Fundadora, sin que eso suponga perder la propia personalidad.
El multiforme coro de los santos, canta la gloria de Dios, de infinita belleza y santidad. Todos los santos son obra de su gracia, pero ninguno es copia de los demás. En cada uno se puede contemplar y admirar la riqueza infinita de la santidad divina. Única es la luz del sol, aunque se refleja en innumerables criaturas. Pidamos a la Venerable que su ejemplo nos sirva de aliento en el camino hacia la plenitud de la vida cristiana, que hoy contemplamos hecha realidad en aquella que Dios quiso Inmaculada desde el momento de su concepción, preservándola por singular gracia de toda mancha de pecado. Así sea.

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