Homilía del Sr. Obispo en el día de la Ascensión del Señor

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Queridos hermanos:

Jesús ha cumplido la misión para la que el Padre lo había enviado. Todo se ha cumplido a la perfección. Todo ha quedado consumado. Tras la Resurrección, el Señor se aparece numerosas veces a sus discípulos y se entretiene con ellos tratando de múltiples temas, confirmando su fe e ilustrándola, fortaleciendo su amor y confianza y completando su formación como discípulos: “les dio numerosas pruebas de que estaba vivo, apareciéndoseles durante cuarenta días y hablándoles del reino de Dios” (Hch 1, 3). Pero, ahora, aquel tiempo extraordinario, fuera de lo común, en que gozaron tanta veces de la presencia del Resucitado, ha llegado a su fin.

“Me verán en Galilea”, había mandado a María Magdalena que dijera a los Once. Y estos habían obedecido al Maestro. Y allí en Galilea pudieron asistir al retorno de Jesús a los cielos. Sube el Señor ante su atenta mirada. Vuelve a los cielos porque de allí vino. Jesús se les aparece, se les pone delante, se les manifiesta. La reacción de los Apóstoles es la de tantas veces: se postran. La presencia de la gloria y de la santidad divina provoca ese movimiento instintivo e inmediato; se postran reconociendo hallarse ante alguien que los supera. Reconocen la presencia del Señor. Esa presencia que ya no los dejará nunca: “Sabed que yo estoy con vosotros todos los días hasta el fin del mundo”. Ya no tenemos derecho ni motivos para dudar, para dejarnos arrastrar por las pruebas y dificultades: Jesús es la roca firme en la que encontramos apoyo siempre. Nada podrá alejarlo ya de nosotros, y nosotros no deberemos alejarnos nunca de Él, porque nada ni nadie tiene tanto poder como para apartarnos de Él: ni la tribulación ni la angustia, ni la persecución, ni el hambre, ni la espada (cf. Ro 8, 35).

Y sin embargo, algunos todavía dudaban. Algunos de los discípulos, parece, ¡todavía dudaban! Para que no nos extrañemos cuando el temor y la duda nos asalten y parezca que cedemos a su influjo. Porque, en seguida, nos volvemos nuevamente demasiado terrenos, perdemos la visión sobrenatural de las cosas, las vemos y las juzgamos solo con ojos humanos; no las vemos como las ve Dios. No nos acabamos de fiar por entero; no nos entregamos a Él porque eso supone despojarnos de nosotros mismos y de nuestras seguridades, y así nos asaltan a menudo las dudas. Nos quedamos en las sombras del misterio del Señor que nos supera con mucho; no entendemos el proceder de Dios, a veces hasta nos escandaliza; nos deja un tanto inquietos; no nos acabamos de fiar e, incluso, nos avergonzamos de él ante los hombres. Los que asisten a aquel momento último de Jesús en la tierra se preguntan, ¡todavía!, si va a restaurar el reino a Israel. No obstante la insistencia del Maestro y sus repetidas enseñanzas, todavía no han captado el significado de las palabras de Jesús que afirma que su Reino no es de este mundo, que su gloria no es la gloria anhelada por los hombres, que su triunfo, su poder y dominio es de un signo muy distinto: que no ha venido para ser servido, sino para servir.

Jesús, sin prestar excesiva atención a la debilidad de los suyos, en virtud del soberano poder que el Padre la ha dado en la tierra y en el cielo, ordena de modo imperativo una concreta misión a los Apóstoles, la misma que el Padre le confió a Él: “Id por todo el mundo. Haced discípulos a todos los pueblos, bautizándolos en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo, enseñándoles a guardar todo lo que os he mandado”. El contenido de la tarea que les confía es claro: se les envía a todo el mundo, a todas las gentes. La misión es pues universal. Nadie queda excluido. Y ¡hay que ir! No se puede evangelizar desde el sofá de nuestro cuarto de estar. Ni se puede esperar a que vengan a nosotros para escuchar la Buena Nueva. ¡Hay que ir! La Iglesia, como dice el Papa Francisco, es desde el principio y necesariamente una Iglesia “en salida”. Los discípulos de Jesús somos enviados a todos los pueblos, sin excepción de lengua, raza o cultura. Lo que nos pide el Señor es que los hagamos discípulos suyos porque es el Salvador y Maestro de todos los hombres. Dos encomiendas, pues, bien concretas: la de la evangelización que termina solo con la conversión y el Bautismo y  se completa enseñando a guardar lo que el mismo Señor nos ha mandado. No basta con la mera instrucción; hay que enseñar a observar lo mismo que el Señor mandó a sus discípulos: “Os doy un mandamiento nuevo: que os améis unos a otros como yo os he amado” (Jn 13, 34). “El que ama ha cumplido el resto de la ley” (Ro 13, 8). Enseñaremos a observar el mandamiento del amor que Jesús nos dio como su ley, si vamos por delante con el ejemplo. El ejemplo es la predicación que nunca  cansa  y es la predicación más eficaz. Por eso advierte Jesús a los suyos refiriéndose a los fariseos: “haced y cumplid todo lo os digan; pero no hagáis como ellos hacen” (Mt 23, 3).

Para cumplir bien esta tarea, ineludible para todo cristiano, el Señor nos garantiza su presencia en medio de nosotros hasta el fin del mundo.  Es, pues, hora de caminar, confiados en el poder ilimitado del Señor Jesús.

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