Homilía del Sr. Obispo en el día de la Virgen de la Luz, patrona de la ciudad de Cuenca y Alcaldesa de honor

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Queridos sacerdotes concelebrantes, autoridades, Hermandad, fieles todos:

Un año más nos congregamos a los pies de Nuestra Señora la Virgen de la Luz para celebrar la Eucaristía haciendo memoria de los beneficios que nuestra ciudad recibió de ella en el pasado, y para implorar su materna protección para que los siga dispensando en el presente y en el futuro. Lo hacemos con la confianza que da saber que hacemos algo muy propio de los hijos, quienes esperan recibir de su madre cuanto necesitan, ser ayudados por ella en sus necesidades, sostenidos en sus momentos de debilidad, y acompañados y protegidos en las situaciones de peligro.

1) Hemos escuchado en el Evangelio la narración que hace san Juan del primer milagro realizado por Jesús en los comienzos de su vida pública. La escena es sencilla y familiar. Una boda en Caná de Galilea; viene a faltar el vino; María ejerce de madre e intercede ante su Hijo, y este realiza el primero de sus milagros.

La escena está llena de enseñanzas para nosotros. La boda se celebra en un lugar a unos pocos kilómetros de Nazaret. Parece pues bastante probable que la familia de María, invitada a la fiesta, estuviera emparentada con los esposos. También Jesús asistía al banquete de bodas acompañado de sus discípulos. El número de los comensales debía ser elevado. Lo sugiere también el hecho de que el Señor convirtiera en vino seis grandes tinajas, cada una de las cuales podía contener hasta cien litros. Los criados las llenaron hasta arriba, y seguramente el banquete de bodas duraba ya algunas horas. La presencia de Jesús nos enseña que durante suslargos años de estancia en Nazaret participó en la vida ordinaria de su pueblo y de sus gentes. No es algo que desdiga de la santidad del Maestro y de su Madre que tomaron parte en la alegre fiesta de las bodas de sus parientes. Jesús era y es verdadero hombre y su comportamiento nos enseña que las circunstancias ordinarias, corrientes, comunes, de nuestras vidas son santificables, camino de santidad, un camino que Cristo ha recorrido para darnos ejemplo.Y también que el matrimonio, como la vida consagrada o el sacerdocio, es un camino de santidad, en el que se Dios se hace presente, nos invita a buscar en él la plenitud de la vida cristiana y nos acompaña en su recorrido. Como dice el Papa, en la Exhort. Apost. Alegraos y regocijaos, tomando prestadas palabras del Concilio Vaticano II: “Todos los fieles cristianos de cualquier condición y estado, fortalecidos con tantos y tan poderosos medios, son llamados por el Señor, cada uno por su camino, a la perfección de aquella santidad con la que es perfecto el mismo Padre” (LG, 11). Alcanzarla no es cosa de grandes y extraordinarios gestos, de acciones clamorosas, sino del cumplimiento de los propios deberes en los que se manifiesta la voluntad de Dios. Para hacerla, eso sí, es preciso servirse de los medios que la Iglesia pone a disposición de todos: sacramentos y oración.

2) María nunca deja de ser madre; en toda circunstancia se comporta como tal. Aquí, atenta a todo lo que ocurre, a detalles que a los demás pasan inadvertidos, percibe algo preocupante, que puede dejar en mal lugar a los encargados de preparar el banquete y, en último lugar, a los esposos y sus familias. Los sirvientes se miran preocupados; el vino se está agotando; María cae en seguida en la cuenta de qué se trata. Como buena madre, está en todo. Algo que nos consuela y conforta: ella se preocupa y percibe la dificultad o el peligro, incluso cuando nosotros ni nos preocupamos ni lo advertimos. Entonces intercede ante su Hijo, delicadamente, humildemente, sencillamente, como ella es, como quien sabe muy bien que la superación de toda dificultad depende de su Hijo;que está solo en las manos de Dios. Ella se limita a hacer notar el problema: ¡No tienen vino”, dice como dejándolo caer, y poniendo la solución en las manos de su Hijo Jesús.Lo conoce bien, y está segura de obtener lo que pide, por más que la respuesta que le da Jesús puede resultara primera vista descorazonadora y aun áspera, algo desabrida y despegada: “Mujer, ¿qué tengo que ver contigo? Todavía no ha llegado mi hora”, la hora de los milagros.

Pero esas palabras no le parecen a María una negativa, pues no disminuyen para nada la confianza en su Hijo ni en cuál será su modo de actuar; más bien parecen asegurarla en esa confianza, y así dice a los sirvientes: “Haced lo que él os diga”. Sabe, intuye el proceder de Jesús. Ella lo sabe. De lo contrario no se dirigiría de ese modo a los sirvientes. La intercesión de María obtiene siempre lo que pide, pues pide siempre lo que debe, el bien de sus hijos. Los santos la han invocado como omnipotencia suplicante. La fuerza de su petición no nace de un poder propio; no es omnipotente por si misma; su poder tiene origen en su súplica, en la sencilla humildad de su ruego que Dios “no puede dejar de acoger”, porque ama a su madre más que a ninguna otra criatura. María siempre se reconocerá la esclava de Señor, su sierva; el Señor, a su vez, se ve como “obligado” al milagro por el amor que le profesa; se complace en ella, y mira siempre con benevolencia su sencilla y obediente humildad, siempre sumisa a la voluntad del Padre; como su Hijo Jesús, de quien es reflejo o imagen perfecta. Que no disminuya nuestra confianza en la intercesión de María, que no nos cansemos de presentarle nuestras peticiones con la sencilla humildad con que ella lo hace. Pidamos, pero pidamos siempre como María: ella sabe que obtendrá la gracia no porque Dios esté en deuda con ella o porque piense tener derecho a ser escuchada, sino porque tiene buena experiencia de que Dios es omnipotente y misericordioso, y sabe de su amor por los hombres.

“Haced lo que él os diga”, dice María a los sirvientes, llena de confianza en su Hijo, tenaz en su actitud suplicante y segura en la autoridad de que goza toda madre ante su hijo. Como madre buena, desea nuestro afecto y confianza, adivina lo que necesitamos, y siempre está como susurrando al oído de cada uno: “Haz lo que él te diga”.

3) El agua convertida en vino resultó de mucha mayor calidad que el primer vino servido. Los Padres de la Iglesia han visto en las bodas de Caná una imagen del pacto nupcial, amoroso entre Dios y los hombres, pacto sellado con la sangre preciosa del Cordero inmolado. La sangre de Cristo es el vino exquisito del banquete con el que se celebra esta boda singular entre Dios y la humanidad -toda la humanidad-, pues hay vino en abundancia para todos y es de infinita mejor calidad que el del primer pacto nupcial entre Dios y su pueblo en el Antiguo Testamento, en la primera Alianza.En Cristo ha sellado Dios una nueva y definitiva con los hombres, una Alianza superior que ya nadie podrá romper. El pecado de los hombres no será capaz de anularla. El Dios de la nueva Alianza es el Dios paciente que aguarda la vuelta del hijo pródigo.

Alabemos hoy al Señor en su Madre, luz, aurora luciente que precede al Sol de justicia que es su Hijo. Pidamos hoy a nuestra Señora la Virgen de la Luz que esté siempre junto a nosotros, como estuvo en el Cenáculo acompañando a los Apóstoles en la espera de la venida del Espíritu Santo. Pidámosle que cuide de nuestra ciudad, que presente a su Hijo nuestras necesidades, que interceda por todos y tenga siempre vueltos a nosotros sus ojos misericordiosos de Madre y Abogada. Amén.

Fotos: Ayuntamiento de Cuenca

 

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