Queridos hermanos:
¡Los confines de la Tierra han contemplado la victoria de nuestro Dios! Muchas son las victorias de Dios en el Antiguo Testamento que el Salmo invita a cantar. Pero la gran victoria de Dios es la que obtiene sobre el pecado con el nacimiento, vida muerte y resurrección de su Hijo. El poder de Dios ha superado la cerrada oposición del príncipe de este mundo, el diablo, a los planes de Dios.
Navidad, quizás la fiesta cristiana más alegre, es aquella en la que lo divino y lo humano se unen para siempre en el Niño que adoramos en el Portal en compañía de ángeles, pastores, María y José. También se unen la alegría por el Dios nacido y la que es fruto del encuentro con los seres más queridos, que, si no siempre están presentes físicamente, lo están, sin duda en el recuerdo lleno de afecto.
En la primera lectura hemos recordado las palabras del profeta Isaías: “Ha descubierto el Señor su santo brazo -es decir, su poder-, a los ojos de todas las naciones, y verán los confines de la tierra la salvación de nuestro Dios”. En Jesús, hijo de Dios, hijo de María, la victoria de Dios sobre el pecado es completa y definitiva, y está a la vista de todos. Por eso el salmista nos invita a cantar al Señor un cántico nuevo. Nuevo como nueva es, y como tal resonará siempre, la noticia del Nacimiento de Belén. Un hecho actual siempre, aunque haya ocurrido una sola vez en el tiempo.
En el día en que celebramos que el Hijo del eterno de Dios ha tomado nuestra condición y se ha hecho carne, hombre como nosotros, celebramos también y con inmensa alegría, que nosotros, pobres mortales, hemos sido elevados a la condición de Hijos de Dios. Es el misterioso intercambio de que habla la tradición cristiana: Dios se hace hombre para que nosotros lleguemos a ser “dios”. El precio de nuestra elevación es el abajamiento de Dios, y el fruto de su “humildad” es nuestra glorificación que sorprende hasta a los mismos ángeles. Nadie podría pensar nunca que eso se llevaría a cabo, nadie podría imaginar que Dios se rebajara a nuestra condición. Tan inimaginable resulta pensar que el hombre pudiera ser glorificado de esta manera: que de la plenitud infinita de Dios los hombres hayamos recibido nuestra limitada plenitud. Dios hecho hombre, los hombres constituidos hijos de Dios. Siempre salimos ganado los mortales en este trueque con nuestro Señor. En él se manifiesta, como en ningún otro acontecimiento de la historia de la salvación, la bondad de Dios, su amor a los hombres, porque nos ha salvado por su misericordia, no por nuestras buenas obras; nos ha elevado a la condición de hijos de Dios y nos ha constituido, en esperanza, herederos de la vida eterna.
Pero junto a la gozosa noticia de que el Verbo eterno de Dios, Dios de Dios, Luz de Luz, se ha hecho carne, uno más entre nosotros, conciudadano de este mundo, escuchamos también, confundidos, aquellas otras palabras, duras, de San Juan en el prólogo a su Evangelio: “Vino a su casa y los suyos no lo recibieron”. Llamó y llama a la puerta del corazón de todo hombre y no obtiene respuesta. No solo: con frecuencia, los hombres no quieren recibirlo, se empeñan en seguir “encerrados en sí mismos”, y así, tristemente, no reciben a su Salvador, ni los dones que trae consigo: perdón, amor, promesa del cielo.
Pero a cuantos lo recibieron, a quienes lo acogen y lo alojan en su casa –en sus corazones-, les da el poder de ser hijos de Dios, a los que creen en su nombre. Creer en el nombre es creer en él, el grandioso misterio del Enmanuel, del Dios con nosotros, de Jesús, nuestro Salvador.
La pregunta surge espontanea: ¿lo hemos acogido? ¿Seguimos haciéndolo? ¿Hay espacio para él en nuestra casa? ¿Puede entrar en todos los rincones de nuestras almas? ¿Hay puertas cerradas con llave? ¡Recibamos a Jesús con alegría! Fuera miedo, temores, recelos. Viene como don divino, regalo de lo alto. Recibámoslo con fe y llenos de alegría. Amén.