Homilía del Sr. Obispo en el día de Navidad

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Todos o casi todos estarán de acuerdo en que Navidad es palabra que dice mucho más de lo que a primera vista parece. Para nosotros cristianos, discípulos, amigos, redimidospor Jesús, decir Navidad implica referirnos y abrazar realidades vinculadas por algo que las supera y las trasciende a la vez: Navidad es para nosotros sinónimo de fiesta, alegría, familia, celebración, regalos, paz, serenidad, benevolencia, calor, cariño…; y evoca las palabras con las que manifestamos los buenos deseos de unos para con otros, y los sentimientos profundos que como, flor poco común, se abrenen el corazón con un vigor quizás proprio solo de este tiempo.Pero Navidad es sobre todopalabra que evoca el Portal de Belén, María y José, el Niño que sabemos que es Dios aunque lo contemplemos envuelto en pañales y puesto en un pesebre; Navidad son los ángeles cantores, los sencillos y felices Pastores, los Magos de vestiduras extrañas y rostros de distinto color que acuden a adorar al Niño apenas nacido.

Para quienes hemos recibido el don de la fe, la alegría que llena este tiempo tiene un motivo bien preciso que todo lo explica. Lo hemos repetido cada día en el tiempo de Adviento cuando hemos rezado a la hora de Laudes: “Aurora tú eres que, al nacer/nos trae nuevo amanecer/ y con tu luz, viva esperanza/ el corazón del hombre alcanza”.

En la Misa de medianoche hemos leído las palabras del apóstol Pablo a Timoteo: “Se ha manifestado la gracia de Dios”; se ha revelado, más, se ha evidenciado, se ha hecho patente algo conocido en parte, pero que ahora se ha desvelado en todo su esplendor y belleza, en toda su plenitud y riqueza; se ha manifestado “la entrañable misericordia de nuestro Dios”;el amor, la benignidad de Dios nos ha aparecido, porque las demás manifestaciones de ese amor fueran solo una preparación, un anticipo, una pálida imagen de lo que hoy contemplamos;  y lo ha hecho en la forma más grata y tierna: el inmenso amor de Dios se ha hecho visible en el gran regalo de Dios a la humanidad: un Niño nacido de madre virgen que es, al mismo tiempo, el Hijo eterno de Dios Padre, “imagen del Dios invisible, primogénito de toda criatura” (Col 1, 15), “reflejo de su gloria, impronta de su ser”, como hemos leído en la segunda lectura (Hb 1, 4). La Liturgia de la Iglesia canta con las palabras del profeta Isaías: “Un Niño nos ha nacido, un hijo se nos ha dado, lleva a hombros el principado, y es su nombre: Maravilla del Consejero, Dios fuerte, Padre de eternidad, Príncipe de la Paz” (9, 5).

En la epifanía o revelación de Dios a Moisés en el monte Horeb,cuando pide al Señor: “Muéstrame tu gloria” (Ex 33, 18), es decir, déjame contemplarte como eres, déjame ver tu rostro, el gran profeta y legislador se oye decir: “mi rostro, mi gloria, no lo puedes ver, porque no puede verlo nadie y quedar con vida” (9, 20). En cambio ¿qué hemos escuchado nosotros en el Evangelio de Juan?: “Y el Verbo se hizo carne y habitó entre nosotros, y hemos contemplado su gloria, gloria como del Unigénito del Padre” (Jn 1, 14). En Cristo vemos el rostro de Dios, ese Dios a quien nadie había visto jamás; vemos lo más íntimo de Dios, su amor infinito que se desborda hasta nosotros. Y no sólo no hemos muerto al contemplarlo, sino que es para nosotros, para quienes creemos en él, Dios y hombre, luz y vida.

Por la fe en ese Niño que es a la vez Dios se nos da el poder llegar a ser hijos de Dios. Esta es la razón de la alegría que llena este tiempo. Lo dice el Apóstol de manera solemne: “Envió Dios a su Hijo pea que recibiéramos la adopción como hijos”, envió a su Hijo para hacernos hijos también a los hombres. Dios ha venido a romper nuestra finitud para abrirnos a la eternidad; ha cambiado nuestra condición mortal, dándonos un hálito de inmortalidad; nos ha transformado de esclavos en Hijos; nos ha hechos herederos de bienes incorruptibles, ha revestido con la riqueza de su gracia la miseria de nuestra condición pecadora. Todo como don, fruto de su benignidad. “Un Niño nos ha nacido, un hijo se nos ha dado”, y con él bienes sin cuento, bienes que podemos resumir en la nueva condición de Hijos de Dios a la que hemos sido elevados si recibimos el Niño que yace en las pajas de un pobre portal. No todos le reciben, pero “a cuantos lo reciben, les da el poder de ser hijos Dios, a los que creen en su nombre”. Recibir a Jesús hecho hombre es lo mismo que creer en Él. Recibir es acoger, y así se dice que José recibió a María (Mt 1, 25). Y el evangelio de Juan dice que, al pie de la Cruz, recibió a María como algo propio (Jn 19, 27). Si lo recibimos, si lo acogemos y hacemos nuestro, Él nos hará suyos, hijos suyos, partícipes de su naturaleza divina. Esta es la Navidad que celebramos cada año, también en un año castigado por la pandemia. Al contemplar el milagro de la Navidad, la maravilla inenarrable de Dios hecho uno de nosotros, en todo igual menos en el pecado, viene al corazón el deseo de corresponder, de pagar el amorcon el pobre amor del corazón humano. Sabernos hijos de Dios llena toda nuestra vida espiritual, le da un colorido propio: nos enseña a tratar, a amar a Dios y a tratar de comportarnos siempre y en todo como hijos suyos, de acuerdo con nuestra nueva condición.

Ante la maravilla de la Navidad vienen a los labios las palabras bien conocidas del gran poeta cordobés de nuestro Siglo de Oro: “Caído se le ha un clavel hoy a la aurora del seno, qué glorioso que está el heno porque ha caído sobre él”.¡Cómo no hemos de estarlo, cómo no ha de haber alegría y gozo en nuestros corazones, si, al hacernos partícipes de su naturaleza divina, el Niño-Dios ha hecho “glorioso” a este pobre heno que somos todos y cada uno de los humanos.

Vayamos a Belén con la alegre sencillez de los Pastores, movidos por la fe fuerte de los Magos, llevando al Niño como don el amor de José y de María. Y dejémonos transformar por quien, rey de los cielos, yace sobre las pajas en un pesebre. Pidámosle que haga de nosotros una “nueva criatura”

¡Feliz Navidad!

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