La resurrección del Señor está en el centro de la predicación de la Iglesia y, por tanto, en el corazón de su fe. Lo pone de manifiesto con total claridad el tenor de la predicación de Pedro, primero de los Apóstoles que, ya el mismo día de Pentecostés, proclamó la Buena Nueva de la victoria de Cristo sobre la muerte. Desde entonces el anuncio de la Resurrección no ha cesado de ser proclamado como el credo fundamental de la Iglesia.
En el discurso que recoge la primera lectura, Pedro no se centra en la explicación de nociones abstractas, o en el desarrollo de teorías de difícil comprensión, ni se centra en cuestiones morales de actualidad en aquel momento. Pedro se ocupa de hechos, de acontecimientos que tienen a Jesús por protagonista y que tuvieron lugar a la vista de todos: “Vosotros, dice a quienes le escuchan, vosotros conocéis lo que sucedió en toda Judea”. Es más que probable que Jesús hubiera curado a alguno de los que escuchaban a Pedro el día de Pentecostés, y más probable aún el que hubiera escuchado su predicación. Pedro resume brevemente los tres años de lo que llamamos “vida pública” del Señor. Durante este tiempo hizo el bien, curó a los oprimidos por el diablo y muchos reconocieron que Dios estaba con él. Después, el Apóstol entra en lo que constituye el núcleo fundamental de la historia de Jesús del que Pedro fue testigo directo: su muerte en Cruz, y al cabo de tres días después de la de Jesús, las apariciones a los discípulos que pudieron comprobar la veracidad del gran milagro, pues comieron y bebieron con él. A ellos, testigos de los hechos, se les encomienda predicarlos a la gente danto testimonio de que ha sido constituido juez de vivos y muertos, y de que, por la fe en él, se recibe el perdón de los pecados.
La misión de la Iglesia es la misma de Pedro: anunciar el gran milagro, el gran signo de la resurrección de Jesús, prueba irrebatible de su divinidad. Jesús, Hijo de Dios y hombre como nosotros, vive y nos salva. No hay otro nombre en el que podamos ser salvos. En Cristo resucitado ha iniciado una nueva vida de la que solo podemos gozar participando en ella. No hay más vida, pues él es el camino, la verdad y la Vida. La reciben los que creen él, los que son bautizados con agua y fuego, quienes comen el Pan de vida.
La resurrección de Jesús es la prueba definitiva de la verdad de sus palabras y de su mismo ser: sobre ella se apoya nuestra fe, una fe que es apostólica, ya que creemos con la fe misma de los Apóstoles que fueron testigos directos, que vieron, oyeron, tocaron el cuerpo del Resucitado. San Pablo no dudará en decir: “Si Cristo no ha resucitado, vana es nuestra predicación y vana es nuestra fe” (1Co 15,14). Si Cristo no resucitó, todo se desvanece, caen nuestras certezas, el ímpetu apostólico cesa, nuestras vidas crecen de norte; los cristianos seriamos unos farsantes y unos insensatos. La resurrección es la clave de bóveda de nuestra fe. Sin ella, esta queda reducida a escombros. De ahí que ayer en la Vigilia Pascual escucháramos con renovada alegría las palabras del Ángel a las mujeres: “No temáis. Ya sé que buscáis a Jesús el crucificado. No está aquí. ¡Ha resucitado!”. Por eso hoy proclamamos con los Apóstoles a todo el mundo con convicción inquebrantable: “Es verdad, ha resucitado el Señor y se ha aparecido a Simón”.
La resurrección de Cristo es, además, prenda de nuestra futura resurrección, de la nueva vida. La vida del Resucitado, la vida nueva, no es una vida como la nuestra. No se trata de que alguien haya “vuelto” a la vida, es decir, que haya recuperado la vida que tenía antess; tampoco consiste la vida eterna en que la vida de que ahora disfrutamos dure para siempre, se prolongue sin fin. La vida en la que Jesús ha entrado es algo completamente nuevo. No es reducible a tiempo, a más o menos años. Es más bien cuestión de plenitud, de perfección. Podemos atisbar qué es o en qué consiste la vida eterna mirando a Dios, no engrandeciendo sin fin lo que es finito, ni llevando al máximo la unidad de lo que es complejo, ni alargando todo lo que podemos imaginar la duración de lo que es temporal. No pertenece a la realidad de este mundo: es otra cosa. La vida eterna que comienza en este mundo alcanza su plenitud más allá de la muerte. “Ahora, dice san Juan en la primera de sus cartas, somos hijos de Dios y aún no se ha manifestado lo que seremos. Sabemos que cuando él se manifieste, seremos semejantes a él, porque le veremos tal cual es” (3, 2). La vida eterna tiene que ver con este ser semejantes a él; se trata de un endiosamiento inimaginable.
Eso significa la resurrección de Cristo para nosotros: nos ha abierto esa posibilidad de impensable perfección, de total plenitud, de gozo sin límite. ¡Vida eterna!: todo nuestro ser, muerto al pecado y resucitado con Cristo, pasará del estado de muerte a otra vida más allá del tiempo y del espacio, como se dice en el Catecismo (n.646). Que así sea.
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