Homilía del Sr. Obispo en el Domingo de Resurrección 2022: ¡Cristo vive!

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Queridos hermanos:

En la primera lectura hemos escuchado la predicación original de la Iglesia que anuncia la verdad central del Evangelio. Pedro ha tenido la gran revelación de Dios que le ha hecho ver que la Buena Nueva es para todos los hombres, judíos y gentiles; que todos pueden formar parte del nuevo Pueblo de Dios sin que importe la raza, la lengua o la cultura. Cornelio es un centurión romano de la cohorte Itálica (un batallón de soldados); era hombre piadoso y temeroso de Dios, pero era también un extranjero, un impuro, con quien un judío no podía relacionarse. A pesar de ello, Pedro, por revelación del Señor, ha aceptado la invitación que Cornelio le ha hecho. Cuando entra en casa del centurión, halla reunida allí a toda la familia, y con ella, un buen número de sus parientes y amigos; por eso el texto de los Hechos de los Apóstoles afirma que Pedro encontró muchas personas reunidas. Cornelio se dirige a Pedro con estas palabras: “Ahora, aquí nos tienes a todos delante de Dios, para escuchar lo que el Señor te haya encargado decirnos”. Cornelio está convencido de que Pedro les va a comunicar lo que Dios quiere que les diga.  No es difícil imaginar la atención con que todos se disponen a escuchar a Pedro que dice palabras de Dios. Lo que Dios le ha encargado decirles.

El Apóstol inicia así su discurso, que constituye un verdadero primer anuncio, el Evangelio esencial: “Vosotros, les dice Pedro, habéis oído hablar de lo que sucedió en toda Judea, después del Bautismo que predicó Juan”. Sabemos que la predicación de este había removido a todo Israel; que acudían a Juan de todas partes para recibir el bautismo en las aguas del Jordán. Se trataba de una referencia temporal conocida. Vosotros sabéis lo que sucedió después de la predicación de Juan.  Y lo que sucedió fue “lo de Jesús de Nazaret”. ¿Qué, en concreto? Que fue ungido por Dios con la fuerza del Espíritu, que pasó haciendo el bien y curando a todos los oprimidos. Sí, esto lo sabían también los de Cesárea Marítima, los de la ciudad de Cornelio. Habían oído hablar de ello. Pues bien, continua Pedro, “nosotros somos testigos de esos hechos de Jesus, a quien mataron, colgándolo de un madero”. Hasta ahora nada de especial. Lo inaudito, lo literalmente, jamás escuchado, viene a continuación.

La extraordinaria novedad, continúa Pedro, es que a este Jesús Dios lo resucitó al tercer día, y se manifestó no a todos, sino a nosotros, testigos elegidos por Dios; a nosotros que comimos y bebimos con él después de su resurrección de entre los muertos. Y nosotros hemos recibido el encargo de proclamar lo que dijeron unánimemente los profetas: que los que creen en él, reciben el perdón de los pecados.

Pero ¿de qué fueron testigo los Apóstoles? ¿Qué se les manifestó en realidad? Era, sin duda, Jesús, el Maestro. Pero, entonces ¿cómo es que no lo reconocieron la mismísima tarde del día de la Resurrección? ¿Cómo no lo reconocieron de inmediato María Magdalena y el Apóstol Tomás? Y algunos días después, ¿cómo es que lo reconocieron los Apóstoles en el lago donde tuvo lugar una nueva pesca milagrosa? No es sencillo dar una explicación por imperfecta que sea. Sabemos que Jesús no ha regresado a la vida de antes, para morir pasado un tiempo. Tampoco es un fantasma, como a veces pensaron los discípulos; no es, en efecto, uno que pertenece al mundo de los muertos y que se manifiesta de algún modo a los vivos. Tampoco los Apóstoles dan testimonio de una cosa suya, por así decir, de una experiencia mística en la que han sido elevados por encima de sí mismos y han podido percibir el mundo de lo divino, del más allá, de o eterno. Esa experiencia mística no es un encuentro con alguien se nos acerca desde fuera.

Han sido testigos no del hecho mismo de la Resurrección, pero sí de las indudables huellas que ha dejado en la historia. Han visto el sudario en que había sido envuelto junto con las vendas; han entrado en contacto con una realidad totalmente nueva que les llegaba desde fuera, el Resucitado se les ha manifestado y ha hablado y comido con ellos. El Resucitado, Jesús que ha entrado en una nueva dimensión de la vida y del ser hombre. Él ha inaugurado la dimensión escatológica, última de la vida del hombre. Un acontecimiento histórico totalmente singular, pues la historia se abre más allá de sí misma y entra en lo eterno. Con su venida, el eterno, Dios, entró en el tiempo. Con su Resurrección, el hombre Jesús, entra en la eternidad. ¡Vive! ¡Viviremos!

Dos mil años después, nosotros, la Iglesia, anunciamos el mismo mensaje de Pedro. No tiene otro tan esencial, tan fundamental: Dios ha resucitado a Jesús, a quien conocimos como hombre, con el que comimos y bebimos, y que fue muerto en Cruz.  La singular, y por un momento incierta batalla entre el bien y el mal, el poder del diablo y el poder de Dios, la voluntad salvadora de este y el deseo del padre de la mentira y del engaño, tiene un claro y definitivo vencedor. El príncipe de este mundo ha sido arrojado fuera. La tristeza profunda del Viernes Santo se ve sustituida por el alegre anuncio de la Magdalena que resonará ya para siempre, sin que nada ni nadie pueda silenciarlo: “Dinos María, ¿Qué has visto en el camino? El sepulcro del Cristo vivo y la gloria del Resucitado. Vi ángeles como testigos, vi el sudario y los vestidos. Resucitó Cristo, mi esperanza” Y toda la Iglesia repite: en un canto interminable que resuena en toda la tierra: ¡aleluya, aleluya, aleluya! Porque la victoria de Cristo es la nuestra, porque la salvación se ha realizado y es para nosotros. Nuestra esperanza, hermanos, es segura porque reposa en el hecho del triunfo de Cristo. De ahí la el saludo y la invitación del Señor a tener la paz siempre con nosotros.  Amén.

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