Las lecturas que nos propone hoy la Liturgia parecen no tener demasiados puntos comunes que las relacionen de algún modo. Pero en realidad no es así. Existen lazos entre ellas. La primera lectura forma parte del ciclo de Eliseo y de los diez relatos que lo tienen como protagonista en el segundo libro de los Reyes. En este segundo relato, como en el primero, el profeta premia la generosidad de la familia que lo ha hospedado y consigue que el Señor conceda un hijo a aquella mujer cuyo marido era ya anciano. Una intervención de Dios que se repite en la historia de Israel y que pone de manifiesto el poder de Dios, que está por encima de todos los demás dioses, dioses falsos, y es capaz de lo que a los hombres resulta imposible. En esta escena de la vida del profeta Eliseo aprendemos que para Dios nada hay imposible; así lo confirma el ángel que anuncia a María que su prima Isabel, estéril y ya anciana, ha concebido también un hijo “porque para Dios nada hay imposible” (Lc 1, 37). Frente a nuestras resistencias para fiarnos por entero de Dios, la Escritura nos ofrece estos ejemplos del poder soberano de Dios. Como Abrahán, apoyados en la esperanza en Dios, hemos de creer aunque lo que humanamente podemos esperar nos haga esperar lo contrario (cfr. Ro 4, 18). Eso es lo que significa “creer contra toda esperanza”.
Aunque la Sagrada Escritura nos habla tan a menudo de intervenciones divinas en nuestro favor que superan todas las expectativas humanas, nos cuesta creer. No debemos extrañarnos, porque creer significa colocarnos en la órbita de Dios, ir más allá de lo que vemos y tocamos, más allá de nuestras certezas y pequeñasverdades, para entrar en la gran verdad de Dios y en el círculo de un poder que supera por completo nuestras fuerzas. Y tendemos a rebajar a nuestra altura, a medir con nuestro rasero, a interpretar muy de tejas abajo, lo que Dios hace en nuestro favor, sus dones y prodigios en favor nuestro, de manera que al hacer así Dios ya no sorprende, su acción no nos maravilla, cuando, en cambio, el asombro, el estupor, con no poca confusión y aun temor y desconcierto, acompaña siempre a las intervenciones de Dios. Basta recordar la historia de Moisés en el Sinaí, la de María en su aposento de Nazaret, o las de los Apóstoles y Santa Mujeres ante las apariciones de Jesús resucitado. Nos cuesta creer que por el Bautismo morimos al pecado y adquirimos una vida nueva, la vida de Dios que se nos participa, para poder vivir como hijos de Dios. Es la maravilla de la “nueva criatura” que Dios hace de nosotros, que recibe el don del Espíritu para ser guiados por él y poder llevar vida divina. Así nos pasa con tantas cosas: cuando no nos asombra el amor de Dios, cuando la Eucaristía entra a formar parte de lo rutinario y ya no estremece, cuando en la oración no se experimenta un vivo sentimiento de indignidad, cuando uno no se asombra ante el milagro de la vida o no se inclina ante la vida que se acaba, entonces es que Dios ha desaparecido del horizonte, que su presencia apenas se percibe, que lo sagrado ha perdido su esencia.
El Evangelio nos muestra con total verdad y diría que crudeza, sin ñoñerías o melindres que no hacen al caso, las exigencias de la nueva vida que se crea cuando uno acoge la Palabra de Dios como un tesoro de indecible valor y se determina libremente a vivir según esa Palabra de vida. Porque es, efectivamente, como un tesoro de valor muy por encima de cualquier otro bien terreno. Tan claramente por encima que nos lleva a vender todo lo que tenemos para comprarlo. En su comparación nuestro bienes, nuestros tesoros no son nada. Por eso no extraña que Pablo pueda decir: “Todo eso que para mí era ganancia, lo considero pérdida a causa de Cristo” (Flp 3, 7). Sin Cristo, las cosas, aun las más valiosas, poco valen. Con él, todo adquiere su exacto valor, mucho o poco que sea. “El que ama a su padre a su padre o a su madre más que a mí, no es digno de mí”. Si los amásemos más que a Dios, estaríamos menos-preciando o des-preciando a este. Lo estaríamos negando como Dios. Ya no sería lo primero, ni estaría por encima de todo. Y al perderlo a Él, que es la regla y medida de todo, estaríamos haciendo imposible la justicia que nos ordena dar a cada uno lo que es suyo, lo que le pertenece o merece. Y Dios está por encima de todo. Solo Él.
Y al final del pasaje, se nos ofrece el lazo de unión con la primera lectura: “El que recibe a vosotros, me recibe a mí, y el que me recibe, recibe al que me ha enviado; el que recibe a un profeta porque es profeta, tendrá recompensa de profeta” (Mt 10, 40-41). El que hecho uno con Cristo por el Bautismo, se convierte en profeta de Dios, heraldo de su Palabra, correrá su misma suerte, ya que el discípulo no puede ser más que el maestro, y si lo han perseguido a él, no debe causar extrañeza que también lo hagan con quien es verdadero discípulo. De ahí que Jesús concluya, “el que no carga con su cruz y me sigue, no es digno de mí” (Mt 10, 38). El que lo haga vivirá. La vida de Dios, que no se acaba, será su recompensa.