Homilía del Sr. Obispo en el Domingo XIV del tiempo ordinario

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Queridos diocesanos:

El tono festivo, el aire alegre, de la liturgia de este domingo XIV viene dictado por las palabras del Sal 144, que acabamos de escuchar. “Te ensalzaré, Dios mío, mi rey; bendeciré tu nombre por siempre jamás, día tras días, te bendeciré y alabaré tu nombre r siempre jamás”. El salmista ensalza y bendice a Dios, el nombre de Dios, su ser, su realidad personal, la más verdadera, la que se señala con el nombre. ¡Bendeciré tu nombre! Conocer el nombre es conocer la realidad, la identidad, de alguien. Moisés quería conocer el nombre de Dios, su identidad última. Cuando alguien nos permite llamarle por el nombre sin más, nos admite a una cercanía y proximidad nueva. El nombre acorta distancias: no me llame por el título de estudio, de familia, de trabajo. Yo no soy ese. Yo soy…, y nos dice su nombre. Ya está. Nos situamos ante la persona en su realidad única: nadie la puede copiar o sustituir. El nombre subraya la unicidad de la persona. Bendito sea tu nombre, o sea, bendito seas Tú, Señor. Nuestra fe nos enseña que Dios no es una idea, un teoría que explica el mundo; no es en primer lugar el soberano, distante, omnipresente, poderoso. No, Dios ante todo y sobre todo es un Tú, un dios personal,  que me ama y al que puedo amar, al que puedo dirigirme, el que me escucha, abraza, persona, alegra, regala. Alguien con quien me relaciono. ¡Tú, Dios Uno y Trino, mi Señor.

Pero el salmista no se contenta  con bendecir, ensalzar y dar gracias a Dios. Invita a toda la creación a que se le sume. Todas las criaturas bendicen y alaban a Dios con  su sola existencia; pero lo hacen sin saberlo, sin tener conciencia de que “son” y “dan” gloria de Dios, manifestación de su belleza y poderío. Por eso, el hombre justo, el salmista quiere prestarle su voz y su corazón a todas las criaturas para que se sumen a su alabanza y canto de gratitud. Quiere alabar a Dios con todos los ángeles, santos y criaturas de este mundo: “Que todas tus criaturas te den gracias, Señor, que te bendigan tus fieles. Que proclamen la gloria de tu reinado, que hablen de tus hazañas”.

¿Cuál es el motivo o razón para ese canto de alabanza al nombre de Dios que deben tributarle los hombres, los ángeles y las criaturas todas? También nos lo dice el salmista: que el Señor es clemente y misericordioso, que es bueno con todos, cariñoso con todas las criaturas; que es fiel a sus palabras y bondadoso en todo lo que hace; que sostiene al que va a caer y pone en pie al que se dobla. ¿No es entrañable, queridos hermanos, este Dios nuestro, cuyo nombre y realidad más íntima se nos ha dado a conocer en Jesús, que quiere decir salvador? ¿No merece este nombre, este Tú, nuestra alabanza, gratitud, amor? Sí, es verdad, a veces no le entendemos, no comprendemos lo que hace o permite, pero ¡eso es defecto nuestro, no suyo!

Sabéis como yo que no todos los hombres son conscientes de este Tú divino. No lo “conocen”. Quizás “saben” de Él, como saben otras cosas, sin que ese saber cambie sus vidas en nada. Lo saben, “saben” de una persona, pero no la “conocen”. Conocer en el mundo bíblico es mucho más que saber. El sentido más fuerte del término se aplica cuando se trata de personas. Cuando se habla de la mujer que es esposa de uno, o del hombre que es el propio marido; o cuando se trata de una persona que ha supuesto un antes y un después en nuestras vidas se suele comentar: lo  conocí o la conocí en tal fecha y lugar y en esta precisa circunstancia. Fue así como lo o la conocí. Estamos hablando de un suceso, de un hecho, decisivo en nuestras vidas. Hablamos de “conocer” pero no en sentido abstracto, teórico; conocer en ese sentido quiere decir algo así como “encontrar”, encontrar un tesoro, una cosa preciosa; su existencia era sabida, pero todavía no la conocíamos, no habíamos entrado en relación personal con ella. Con Dios y las cosas de Dos nos pasa esto con frecuencia. Sabemos de Dios de oídas, pero realmente no le conocemos, no lo hemos encontrado; no es un  Tú para nosotros, alguien que nos cambia la vida. Esto fueron los encuentros de Jesús con Juan y Andrés y con los demás apóstoles. Conocieron a Jesús y se les desveló todo un mundo nuevo.

Se entiende mejor ahora la exclamación de Jesús que el Evangelio nos transmite: “Te doy gracias, Padre, Señor del cielo y de la tierra, porque has escondido estas cosas a los sabios y entendidos y se las has revelado a los pequeños”. Las has “revelado”, se las dado a “conocer” a los pequeños. Dar a conocer es lo mismo que desvelar o revelar algo misterioso. Quizás se sabía, pero estaba todavía revestido como de un velo; oculto bajo él. Conocer a Dios significa que se nos desvela, que se manifiesta como es, se manifiesta su nombre, se manifiesta como “salvación”, como  mi salvador. Y esto es un don, un regalo, algo inmerecido que requiere nuestra gratitud.

Y ¿qué es lo que de Dios estaba escondido y se ha revelado a los sencillos y humildes, mientras queda oculto para los sabios y entendidos de este mundo? Dice Jesús: “Todo me ha sido entregado por mi Padre, y nadie conoce al Hijo más que el Padre y nadie conoce al Padre sino el Hijo y aquel a quien el hijo se lo quiere revelar”.  Necesitamos que el Padre nos diga en la intimidad, que nos susurre al oído, quién es el Hijo, quién es Jesús, para que este, a su vez, nos haga conocer al Padre como un Tú en la plenitud de la Trinidad personal.

Cuando se ha conocido a Dios, cuando es para nosotros un Tú con quien nos relacionamos, entonces Dios es para nosotros, para los hombres y mujeres cansados y agobiados por mil pesos ˗los pesares de la vida˗ descanso, alivio, reposo, consuelo. Entonces todo resulta más llevadero y ligero. Cuando en la vida nuestra hay un tú (la propia madre, la esposa o el esposo, los hijos, un verdadero amigo) todo resulta más tolerable, representa un  verdadero descanso, porque todo se comparte. Cuando ese Tú es Dios, todo cambia en la vida.

¿Quién nos enseña a conocer a Dios, al Padre y al Hijo? El Espíritu de Dios que ha sido derramado en nuestros corazones en el Bautismo y que nos permite vivir de otro modo, el modo propio de los hijos de Dios. Con razón podemos decir con las palabras del profeta Zacarías que leíamos en la primera lectura: ¡Salta de gozo, Sión, alégrate Jerusalén!

Poco a poco vamos recobrando la normalidad, y dentro de ella el Obispo de Cuenca, Monseñor José María Yanguas, ha vuelto a celebrar la Santa Misa en la Capilla del Espíritu Santo de la Catedral de Cuenca.

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