Homilía del Sr. Obispo en el Domingo XV del tiempo ordinario

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Queridos hermanos:

Acabamos de escuchar una vez más la conocida parábola del sembrador. La parábola es un género literario, un modo peculiar de impartir la enseñanza. Jesús se servía muy frecuentemente de él. Son narraciones cortas que encierran con una finalidad moral o religiosa en genera y revelan o manifiestan una verdal, la sacan a la luz, la pone de manifestó sirviéndose de una comparación. No siempre nos descubre la verdad entra; con frecuencia se limita a desvelar un aspecto. Sobre la enseñanza pura y dura, tiene la ventaja de que la verdad se graba con mayor fuerza, pues llama en causa no solo la inteligencia, sino también la imaginación, y así hace la verdad más visible, implica la inteligencia y los sentidos. Algo difícil de entender se pone en relación con algo visible al alcance de la mano y a través de esto podemos descubrir lo que no es accesible a la vista.

Jesús ha salido de casa, quizás la casa de Pedro en Cafarnaún, y se sienta junto al lago. Pronto se ve rodeado de mucha gente y decide subir a una barca ˗¿la de Pedro, quizás?˗, se sienta, en la actitud del maestro, e inicia su enseñanza. Sin preámbulos, directamente.  Un sembrador va a su campo a sembrar; esparce a boleo la semilla. Una parte cae junto al camino, y se puede prever que será pisada y no dará fruto; otra en terreno pedregoso, con poca tierra, de manera que la semilla echará poca raíz; otra parte de la semilla cae entre zarzas que no tardarán en sofocarla. No falta, en fin la semilla que cae en tierra buena y da fruto. Entre la gente que escucha a Jesús no solo hay pescadores del lago, también hay campesinos que conocen bien las tareas del campo. Ellos mismos han realizado muchas veces las labores de siembra. Entiende, bien, por eso, la comparación de Jesús. Pero, ¿qué quiere decir con  sus palabras? ¿Cuál es la enseñanza?

Tenemos la suerte de que Jesús mismo ha explicado el significado de la parábola. El sembrador es el dueño del campo, es decir Dios. La semilla es de primera calidad, nada menos que su Palabra que como hemos escuchado en la primera lectura, es una palabra eficaz, hace lo que significa. Su virtud, su energía es tal que siempre da fruto: cambia, transforma, enseña, cura. Dios la esparce en todo tipo de terrenos, de corazones; es fuente de salvación para todos. Pero no todos están bien dispuestos, no todos la reciben bien. Jesús distingue cuatro tipos de oyentes o de terrenos que reciben la palabra: tres de ellos resultan infructuosos por distintos motivos. Unos ˗los del borde del camino˗ son aquellos hombres que reciben la semilla, pero no la entienden; no descubren que les está hablando a ellos, que los interpela, y los zarandea; les resulta más cómodo continuar como están; son tierra del camino, endurecida; no reaccionan, no son sensibles a la llamada, o quizás intuyen que si  toman en serio la palabra los va a comprometer y va a producir un cambio que no saben dónde puede acabar ˗no sea que luego Dios me pida más…, y más; mejor no arriesgar˗, y viene el demonio y se lleva lo que había sido sembrado. Son personas demasiado prudentes: no se atreven a jugárselo todo a una carta, a la carta de Dios.

Otros son como terreno pedregoso; no permite que la semilla eche raíz y, si lo hace, alcanza poca profundidad; no puede entrar en contacto con la humedad de la tierra; acogen sí la palabra, y lo hacen sin ofrecer resistencia, incluso con alegría, dice el texto; pero como no están  bien arraigados, como no tienen consistencia a las primeras de cambio, en cuanto hay un obstáculo externo u una dificultad interna, desisten, se rinden al ambiente, se dejan llevar por la corriente del “todos hacen así” o “no es bueno distinguirse de los demás”, o “esto es muy difícil y costoso”, y abandonan, se retiran de la lucha. Han acogido la Palabra de manera sentimental, les falta solidez, reciedumbre, constancia y se desalientan. En el momento de la prueba, cuando hay que demostrar que la Palabra se ha apoderado de nosotros y es nuestro mayor tesoro, entonces apostatan, se alejan de Jesús, prefieren otras cosas.

El cuarto tipo de terrenos, de personas, son aquellos que escuchan interesados la Palabra; no le hacen ascos en absoluto; el camino que les descubre les parece apasionante; piensan que valdría la pena apostar por ella. Pero topan con dos enemigos que los superan: los afanes de la vida, las mil preocupaciones que lleva consigo, los negocios de este mundo ˗no tengo tiempo, estoy muy ocupado, más tarde, mañana…˗, y las seducciones de este mundo, las cosas que nos atraen y nos fascinan y nos engañan porque no solo se presentan como buenas, sino que nos hacen creer que son las mejores, y de las que no queremos prescindir de ningún modo; todo eso ahoga la Palabra, la sofoca, la priva de aire para respirar y crecer, y hacen estéril: no la cuidan, la desatienden, comienzan a pensar que no es tan importante,  se vuelven lentamente indiferentes, se agosta, muere.

Pero la Palabra florece y da fruto abundante y sabroso en la tierra  buena. Estos han entendido, han descubierto lo que dice el Apóstol en la segunda lectura: que los sufrimientos y trabajos que lleva consigo preparar el campo, labrarlo, regarlo, abonarlo, escardarlo…, no son nada, “no pesan” lo que la gloria que un día se nos descubrirá y se nos regalará. Los trabajos quedan “compensados” con el gozo de contemplar el campo cuajado y preparado para la siega, abundante, rica de fruto.

Que el Señor  nos conceda el don de entender la parábola del reino de los cielos, de descubrirlo como el tesoro o la perla preciosa que supera todas nuestras expectativas, y nos conceda la gracia de comprometernos en su construcción con una vida digna de los hijos de Dios. Amén.

 

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