Homilía del Sr. Obispo en el funeral por los sacerdotes fallecidos a causa del coronavirus

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Queridos sacerdotes y familias de nuestros hermanos sacerdotes: Lucas, Jesús, Eugenio, Santos, Gonzalo, Marcelino, Esteban.

La comunidad de los creyentes, la Iglesia santa, convocada por su Señor, se reúne para celebrar  el misterio de la fe, el Santo Sacrificio del Altar, que hoy ofrecemos por nuestros hermanos sacerdotes, víctimas de la pandemia,  a quienes el Señor ha llamado junto a sí. Todos, también el más joven de edad, nuestro querido Marcelino, contaban con muchos años de entrega generosa a la Iglesia en el sacerdocio. No pudimos acompañarlos en sus últimos momentos, ni honrar su memoria, ni rezar por ellos como presbiterio. Hoy lo hacemos. Cumplimos así un grato deber. La diócesis, con su Obispo a la cabeza y la mayoría del presbiterio, quiere agradecerles su largo ministerio y pide para ellos a Dios, totalmente abandonada a su infinita misericordia, el traje de bodas de la total purificación para que puedan entrar en el eterno descanso. ¡Requiem aeternam dona eis, Domine! Concede, te pedimos, Señor, a estos siervos tuyos el reposo sin fin en tu amor, el descanso de sus fatigas, el gozo eterno en tu presencia, la participación en la gloria de los santos.

Hemos leído en la carta de san Pablo a los tesalonicenses la convicción del apóstol que ilumina su comprensión del misterio de la muerte cristiana: “¡Estaremos siempre con el Señor!”. Son las palabras con las que nos consolamos unos a otros. Por la ordenación sacerdotal fuimos identificados con Cristo Sacerdote, Cabeza y Pastor. De tal manera y hasta tal punto ˗ estremece y compromete recordarlo una vez más˗ que nuestro ministerio es el de Cristo, y la eficacia del mismo no depende de nuestra mayor o menor santidad personal, sino del hecho que es ejercicio del sacerdocio de Jesucristo. Al responder a la llamada divina y más tarde al recibir la ordenación sacerdotal decidimos prestarle nuestras manos y pies, nuestros labios, nuestra inteligencia y nuestro corazón, nuestro tiempo y nuestra vida entera, que se entiende por ello solo desde Cristo. Porque el sacerdote es nada sin Cristo; nada sus cualidades, sus ideas, sus proyectos, su palabra y sus obras. ¡Qué bien lo entendió el cardenal Newman cuando suplicaba a Dios: “Penetra y posee todo mi ser hasta tal punto que toda mi vida solo sea una emanación de la tuya. (…). Que todas las almas que entren en contacto conmigo puedan sentir tu presencia en mi alma. Haz que me miren y ya no me vean a mí, sino solamente a ti, oh Señor”. ¿Acaso no nos recuerdan lo mismo cada día las palabras de la Consagración: “Esto es mi Cuerpo que se entrega por vosotros, esta es mi sangre derramada por vosotros y por muchos”. ¿No consiste en eso justamente la santidad del sacerdote? “Vivo, pero no soy yo el que vive, es  Cristo quien vive en mí?” (Gal 2, 20). Es el misterio del sacerdocio católico.

No es de extrañar, pues, que hoy cantemos con nuestros hermanos sacerdotes fallecidos en estos meses: “Vamos alegres a la casa del Señor”. No es de extrañar porque hicieron de la Eucaristía el centro de sus vidas y se alimentaron del pan de vida, el alimento de la inmortalidad. Este pan, hemos leído en San Juan, no es como el  que comieron nuestros padres en el desierto, “que lo comieron y murieron; el que come este pan, vivirá para siempre”. Este es el destino del hombre en cuanto individuo y en cuanto miembro de la gran familia de Dios, de su Pueblo santo. Por eso, nosotros, cristianos, para quienes la muerte es vida porque ha sido absorbida en la victoria de Cristo, no podemos hablar de la muerte ni vivir este misterio como los que no tienen fe. No podemos hablar de ella más que de un modo positivo, filial, amable, alegre me atrevo a decir, aunque haya quienes no entiendan este modo de hablar. Sabemos que hay una conexión íntima, sustancial, entre la amistad, entre la comunión transfiguradora con la Trinidad del hombre en gracia, y la vida eterna. Amistad y comunión con Dios que se expresan y se actúan al comer el Cuerpo y beber la Sangre de Cristo, causa de vida eterna.

A mucha gente la muerte los sobrecoge y les causa tristeza: es la última escena del último acto de sus vidas. Después, piensan, ¡nada! Y les invade el miedo y la desesperanza. Para un cristiano, para un sacerdote de Jesucristo, la muerte se espera con respeto y con un natural temor; pero respeto y temor quedan “absorbidos”, se disuelven en la esperanza viva, segura, alegre, que nos hace desearla y aguardarla con una cierta impaciencia; porque la muerte nos acerca a la Vida con mayúscula; es la puerta que debe ser franqueada para entrar en la gloria. Es cierto, y sería insensato negarlo o intentar disimularlo, es cierto que a nivel físico, biológico, terrenal, la vida queda truncada por la muerte; pero hay otro modo de contemplarla, otro nivel, otra perspectiva, trascendente, sobrenatural, de fe, y en este la muerte se trueca en Vida, en un vivir más pleno, infinitamente más logrado.

Esta Vida tiene un contenido bien específico, porque es un encuentro definitivo, amoroso con Dios; la reunión definitiva del hijo con su Padre, con Jesucristo Señor nuestro, con María, con José, con los ángeles y los santos. La fe nos hace entender que la muerte no es una tragedia, sino un alegre “llegar a casa” y recibir la herencia. “La vida no se quita, se cambia”, decimos en el prefacio de la Misa de difuntos.

Hacemos memoria de nuestros hermanos Lucas, Jesús, Eugenio, Santos, Marcelino, Gonzalo, Esteban (el orden no importa) y damos gracias a Dios por su existencia sacerdotal, porque en ellos quiso cercarse a los hombres para salvarlos, y porque ellos se dejaron utilizar como instrumentos de salvación. Nos sentimos unidos a ellos que lo estuvieron con nosotros en este presbiterio diocesano de Cuenca. Ofrecemos a Dios, ahora por ellos, el mismo Sacrificio que ellos ofrecieron tantas veces por los vivos y los difuntos. Nos han dado ejemplo de muchas cosas: cada uno de nosotros conserva imborrable el recuerdo de alguna de ellas. Todos juntos, sabedores de la fuerza de la oración en el nombre de Jesús, pedimos al Padre que les dé el descanso eterno, y que brille para ellos la luz eterna. Junto a la Madre de Dios, madre de los sacerdotes: ¡descansen en paz para siempre! Que así sea.

 

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