Homilía del Sr. Obispo en el III Domingo de Pascua

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Queridos hermanos:

La Iglesia, como es lógico esperar en este tiempo de Pascua, nos propone este domingo tres lecturas centradas, más o menos directamente, en lo que constituyó el corazón de la primera predicación de los Apóstoles. ¿Qué anunciaban los Doce tanto a judíos y gentiles en los primeros días de la vida de la Iglesia? Que Cristo el Señor está vivo, que aquel a quien los príncipes de los sacerdotes y los jefes del pueblo habían entregado en mano de los gentiles y a quien habían dado muerte colgándolo de un madero, había resucitado de entre los muertos. Él ha vencido a la muerte, el último enemigo, aquel a quien nadie es capaz de doblegar. Cristo ha resucitado y con él todos nosotros hemos sido engendrados a una vida nueva. Los hombres vivimos, por el Bautismo, la misma vida de Dios.

Así, la primera lectura propone la predicación de Pedro y de los Once, de la Iglesia pues, el mismo día de Pentecostés. Lo escuchamos. El Apóstol asegura que en Jesús, el Cristo, se ha cumplido el plan que Dios tenía establecido y previsto. Ese proyecto divino culminó con la victoria de Jesucristo sobre la muerte, porque, como dice bellamente el texto, “no era posible que esta lo tuviera bajo su dominio”. La muerte no podía triunfar sobre la vida, sobre aquel que es “camino verdad y vida”, aquel en quien está la vida desde el principio. La Resurrección del Señor es el cumplimiento de las antiguas profecías: Dios no ha abandonado a Jesús en el lugar de los muertos y su carne no experimentará la corrupción. Este es el anuncio de la Iglesia naciente, y este mismo mensaje es el que hoy proclama Iglesia. La misma Iglesia, otros testigos, mismo mensaje.

En la segunda lectura, tomada de la primera carta de san Pedro, este nos exhorta a comportarnos “con temor” durante el tiempo de nuestra peregrinación en estemundo. Pero no nos engañemos. Temor no significa aquí miedo, sin más. Aquí temor es lo mismo que desconfianza, el miedo, de no vivir de acuerdo con la dignidad recibida; la dignidad de hijos de Dios, de quienes han sido liberados del poder del demonio no con oro o plata, sino con algo de infinito valor: el de la sangre preciosa del Cordero, Cristo. Es el temor de quien sabe que es frágil, débil, que puede poner en peligro, por así decir, la sangre con la que ha sido adquirido. Es el temor a no ser fiel a aquel que ha dado la vida por nosotros. No es miedo de Dios, es miedo o temor de perderlo. Pero no lo perderemos si ponemos en él nuestra fe y nuestra esperanza, si es para nosotros nuestro mayor y supremo bien, lo único absoluto, que hemos de procurar no perder nunca. Todo lo demás es relativo. Solo Dios es absoluto.

En el Evangelio asistimos una vez más a la escena de los discípulos de Emaús. Os invito a releerla hoy despacio. Volvamos sobre ella. Son muchos los detalles de esta narración que escapan a una lectura somera. Los discípulos que se alejan del grupo de los Apóstoles; su tristeza al disiparse su esperanza; la discusión que, perdida la fe en Jesús, surge en seguida entre ellos; Jesús ˗ Jesús “en persona” como dice misteriosamente el texto˗ que se hace presente a su lado sin que ellos adviertan cómo;los ojos de los discípulos que “no eran capaces de reconocerlo”: lo tienen delante, en persona, vivo y piensan que está muerto ; Jesús que provoca su conversación, los mueve a hablar, “a orar” mientras los acompaña en el camino; la sencilla confesión de la pérdida de esperanza por parte de los dos;  la narración de los hechos de la mañana de la Resurrección, contados por alguien que no cree; el duro reproche del Maestro por su necedad y torpeza para creer a Dios que había hablado por los profetas; su paciencia ˗la sigue teniendo con nosotros˗, para explicarles las Escrituras desde bien atrás en el tiempo; la lenta pero intensa recuperación de la fe que, años atrás, los había convertido en discípulos; la petición encendida: ¡Quédate con nosotros¡; la bendición y fracción del pan ˗gestos que los discípulos conocían bien˗; y el gozoso  reconocimiento de Jesús, aunque cuando se abren sus ojos y lo ven, él se retira de su vista porque ahora ¡es el tiempo de la fe!;y el testimonio, en fin, que dan ante los apóstoles de lo que han experimentado y vivido: esa verdad, el Señor ¡ha resucitado!, ¡vive!

Contemplemos despacio la escena, participemos en ella como un personaje más; descubramos un poco más de la extraordinaria riqueza que en ella se contiene; meditemos serenamente sus enseñanzas; pidamos al Señor que nos acompañe siempre en el camino de nuestra vida; que aprendamos a escuchar y a descubrirle en su Palabra, “latido del corazón de Dios”, como decía el papa León Magno; que encienda de nuevo nuestros corazones cuando la vida, la alegría y el amor languidezcan quizás en ellos;que reconozcamos cada domingo su presencia en la Eucaristía y demos testimonio de él ante los hombres Amén.

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