Homilía del Sr. Obispo en el IV Domingo de Pascua

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Queridos Hermanos:

En el salmo con el que hemos dado respuesta a la Palabra de Dios escuchada en la primera lectura, la Iglesia confiesa  su convicción de que el Señor es su pastor, pastor de todos los fieles. Una imagen que, ya de entrada, comunica seguridad, esperanza. Estamos en las manos de alguien poderosísimo, que es el Señor Dios y Él es para nosotros, para su pueblo, para sus discípulos, la Iglesia, como un pastor. Después de esta afirmación pronunciada de modo que no deja lugar a dudas: “¡El Señor es mi pastor!”, el Salmo va desgranado en sus estrofas el significado, el contenido, de ese grito de alegría.

La Iglesia, en efecto, confiesa con gozo esta verdad. Que el Señor es su pastor quiere decir que Dios se “cuida” de ella, que se ocupa de cada uno de nosotros, hombres y mujeres frágiles, débiles, vulnerables; que nos presta atención, que está pendiente de nosotros, se interesa por nuestras necesidades y procura que estemos bien. Como dice el Salmo, Dios se ocupa de nosotros para que nada nos falte; repara nuestras fuerzas mermadas por la fatiga del camino; nos alimenta en buenos pastos, nos lleva a fuentes de aguas frescas. Como buen pastor nos lleva por caminos seguros, nos protege, nos defiende de los peligros; va en nuestra busca si nos hemos extraviado o si, por caso, nos hemos alejado de él voluntariamente; cura nuestras heridas, alivia nuestros sufrimientos. “Venid a mi todos los cansados y agobiados, que yo os aliviaré” (Mt 11, 28). Es oportuno recordarlo en estos momentos difíciles. Dios no nos abandona a nuestra suerte, aunque a veces, no sepamos interpretar bien su modo de obrar o no lo comprendamos en absoluto. Como tampoco los hijos entienden con frecuencia el modo de proceder de sus padres. Saben que los quieren, que son capaces de todo por su bien, pero aun así no entienden su modo de proceder que parece ir en contra del amor que les tienen. Nos llama el Señor a la esperanza, a confiar en Él, a abandonarnos en Él: “aunque pase por cañadas obscuras, nada temo, porque tú vas conmigo”. Esa es nuestra seguridad y la razón de nuestra confianza. Nos apoyamos en su palabra, y Él es veraz.

El Evangelio retoma la imagen del pastor. Y nos habla de buenos y malos pastores, pastores que no son tales, sino mercenarios, es decir, gente que desempeña su oficio por dinero, no por amor. En realidad no le interesan las ovejas, sólo el provecho que pueden sacar de ellas.  El buen pastor, en cambio, ama a sus ovejas; las pone cada día al seguro en el redil; las saca de allí para conducirlas a pastos frescos y las abreva en aguas limpias, las conoce por su nombre (¡un rebaño, la Iglesia, en el que cada oveja tiene su nombre!), y las ovejas conocen su voz y la siguen; el buen pastor camina delante de ellas, señala el camino, cura a la herida, busca la descarriada, y cuando la encuentra se llena de alegría, trae sobre sus hombros los corderillos… El buen Pastor. Hoy celebramos el domingo del Buen Pastor. Y no olvidemos que junto a los sacerdotes, somos buenos pastores todos los que, de algún modo, tenemos a nuestro cargo a los demás.

La Iglesia nos invita a pedir por nuestros Pastores, para que sean como Cristo. El es la puerta por la que hay que pasar para ser de verdad Buen Pastor. Los Pastores hemos de entrar por esa puerta, parecernos a Cristo, ahormarnos con Él, conformarnos a Él, tener su misma forma, sus mismos sentimientos, como dirá San Pablo. Cristo es nuestro modelo. No sólo eso. En realidad no hay más Pastor que Él. Los demás lo somos en la medida en que nos identificamos con él: somos buenos pastores solo si lo hacemos presente; lo somos solo y en la medida en que nos vaciamos de nosotros mismos, en que nos tras-formamos, y nos dejamos “ocupar” por Él. Este es el misterio del sacerdocio, bellísimo y profundo hasta no poder entenderlo nunca del todo. Porque nadie puede tras-formarse a sí mismo, vaciarse de sí mismo para dejarse sustituir por Cristo y poder decir con verdad: Yo te absuelvo, Esto es mi Cuerpo. Solo Cristo es buen Pastor, capaz de dar la vida por las ovejas, la vida que salva, la vida propia que, al entregarla, se hace vida de las ovejas.

El misterio del sacerdocio. En el ejercicio del ministerio, cada uno de nosotros, del Santo Padre al último de los ordenados, solo puede decir lo que Pedro y Juan dijeron al paralítico que mendigaba en la puerta Hermosa del Templo: No tengo oro ni plata. Lo mío personal no vale nada. Pero te doy lo que tengo: ¡En nombre de Jesús nazareno…! Lo mío no sirve para nada. No sirven mis ideas, mis energías, mis iniciativas, mi ciencia, mi capacidad de arrastre… Sirve lo que he recibido, lo que Dios ha puesto en mis manos: su Palabra, su Cuerpo y su Sangre, sus sacramentos. A esos pastos debemos conducir a las almas para poder merecer el nombre de Buen Pastor.

Pidamos por los sacerdotes, por las vocaciones sacerdotales, y por las de aquellas y aquellos a los que Dios llama a una particular entrega. Y no tengamos miedo de escuchar y de seguir su voz que llama. Llama a estar con Él para servir la vida de Dios a los demás; llama a ser felices.

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