Queridos hermanos
1) Hay dos tipos de hombres y habitan dos ciudades muy distintas, una terrena, la otra celestial. La terrena es la de aquellos que “andan”, es decir, que viven como enemigos de la Cruz de Cristo. Les horroriza solo hablar de ella, les irrita la palabra mortificación, les escandaliza oír decir a Pablo que se gloria en la Cruz de Cristo. Los hombres y mujeres de la ciudad terrena tienen como lema el de aquel hombre necio del Evangelio que planeaba hacer unos nuevos y más amplios graneros para almacenar la abundante cosecha de aquel año, y se decía: ¡Come, bebe, goza cuánto puedas, pásalo bien, porque así serás feliz! ¡Carpe diem! ¡Aprovecha la ocasión!, que no sabemos si tenderemos otra. Solo aspiran a cosas de la tierra.
Los ciudadanos de la otra ciudad, es decir, del cielo, tienen un lema bien distinto: ama, busca el bien de los demás y haz cuanto puedas para procurárselo. No te busques a ti mismo, olvídate de ti, hazlos felices en cuanto de ti dependa, sacrifícate por ellos a imitación del Maestro y de su Padre celeste. No es que sean enemigos de la felicidad ni de la alegría, de las cosas buenas y bellas; solo que las buscan en otro lugar, no las buscan por si mismas: buscan el amor más grande, y los más pequeños también, pero siempre sin dejar de buscar ante todo aquel. Dios y todo los demás…, si es lo que Dios quiere. Los otros dicen: todo lo demás y, queda sitio, también puede entrar Dios.
No, los cristianos que deseamos ser discípulos de Jesús, no tenemos aquí nuestra ciudad. Como dice san Pablo, nosotros “esperamos” un Salvador, todavía no lo tenemos, no lo hemos alcanzado “del todo”, vivimos en el cielo solo en esperanza: una esperanza que nos llena de alegría, pero que es compatible con el dolor, con el sufrimiento que nos supone mantener a raya nuestras pasiones desordenadas y vencer nuestro egoísmo. Van juntos alegría y dolor; dolor, sufrimiento que es condición de una gran alegría: la alegría del que llega a lo alto de la montaña tras superar las dificultades de la subida; la alegría de una nueva vida tras el dolor del parto; la alegría de la cosecha que llegará después del esfuerzo y las penalidades del labrador aue cultiva la tierra.
2) El Evangelio nos narra la escena de la Transfiguración del Señor: es la seguridad de la gloria futura; no se trata de una ilusión, una quimera, un deseo fatuo. La ciudad del cielo de la que somos de algún modo miembros por el Bautismo nos espera realmente. La gloria ya se ha manifestado en Cristo en lo alto del Tabor, y son testigos el cielo y la tierra, los profetas y los apóstoles. Ellos han visto su rostro de una belleza sin parangón, y también sus vestidos blancos como la nieve: su alma y su cuerpo gloriosos, transidos del resplandor de la gloria. Como somos miembro del Cuerpo místico de Jesús, participaremos de su misma gloria, siempre que permanecemos en Él y Él en nosotros. “Donde yo estoy estaréis también vosotros”.
Los apóstoles saborean lo que es solo un anticipo; pero es tan bello, tan gratificante, que bien vale sufrir el tiempo de la espera, sometidos a las pruebas y tentaciones de las que nos hablaba el evangelio del domingo pasado, primero de Cuaresma. El Tabor no es todavía el cielo: no podemos quedarnos allí; y la tierra es tiempo de identificarnos con Cristo y de edificar el reino; labor ardua, difícil esta de edificar y destruir, de quitar de nuestras almas la deformidad del egoísmo y de perfilar en ellas los rasgos de Cristo, siguiendo la exhortación del Apóstol: “Tened en vosotros los sentimientos de Cristo Jesús” (Flp 2, 1-11). El Tabor es garantía segura de que la Cruz es siempre una Cruz gloriosa, de que el grano que cae en tierra y muere es ya comienzo de vida nueva. Sí, el alba es aún noche que termina, pero también día que comienza. Y lo que viene, lo que está por llegar no es la noche, sino el día, la luz sin ocaso, la gloria sin fin, el Tabor permanente. Pidamos a Dios Nuestro Señor que aumente nuestra esperanza de la gloria y la felicidad del cielo, que nos ayudará a sobrellevar más fácilmente las penalidades de este tiempo de espera. Amén
