Homilía del Sr. Obispo en el V Domingo de Pascua

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Queridos hermanos:

La primera lectura de este domingo nos muestra que la historia de la Iglesia no está exenta de dificultades y pruebas de todo tipo. Unas son externas a la Iglesia misma, como las persecuciones violentas, que aun no siendo deseables, terminan con frecuencia por hacer más “esencial” y más fuerte y fecunda a la Iglesia. Así, podría decir Tertuliano a finales del siglo II que “la sangre de los mártires es semilla de los cristianos”. Otras pruebas y dificultades son menos vistosas, pero resultan quizás más insidiosas, más peligrosas: son las dificultades que surgen en el interior de la misma Iglesia, como, el querer hacer una Iglesia “propia”, a nuestra medida, personal, grupal o nacional; el avergonzarse de la Cruz de Cristo; el miedo a ser rechazados; el rebajar el nivel de exigencia de la vida cristiana; la tentación de omitir el anuncio de verdades incómodas; la inquietud que produce la posibilidad de perder relevancia o influencia social; el deseo más o menos escondido de llegar a ser un “poder” de este mundo, alguien que cuenta; la falta de vibración y de una tibieza generalizada… La Iglesia ha sufrido estas pruebas desde el inicio. El libro de los Hechos de los Apóstoles nos habla de rencillas y divisiones. Pero basta dejarse llevar por el Espíritu Santo en la búsqueda de soluciones, como hicieron aquellos primeros discípulos, y, puesto el remedio, esas dificultades no impiden que la palabra de Dios sea aceptada cada vez por más hombres y mujeres y crezca así el número de los discípulos.

En la segunda lectura san Pedro nos propone la estupenda doctrina del sacerdocio común de los fieles. Por el Bautismo hemos renacido a una nueva vida y hemos sido hechos hijos de Dios. Cristiano es el que tiene la vida de Cristo y la deja fructificar en la suya. El Bautismo nos hace otros “cristos”, nos identifica con Él, nos comunica su propia vida; así, la vida cristiana no es sino el desplegarse de la vida de Cristo en nosotros. Y Cristo es el gran sacerdote; en realidad, el único sacerdote, el que hace de puente entre Dios y los hombres, y nos hace entrega de los dones sagrados. Si el cristiano tiene la misma vida de Cristo, si es otro Cristo, eso quiere decir que el cristiano es también sacerdote. Todos los cristianos lo somos. Unos con el sacerdocio común, y otros con el sacerdocio ordenado, si bien es cierto que entre uno y otro hay una distinción de naturaleza y no solo de grado. Y Cristo es sacerdote porque ofreció al Padre el sacrifico de su propia vida, de su propia voluntad,  como víctima propiciatoria en el altar de la Cruz. Por eso, para vivir el sacerdocio de Cristo que hemos recibido también nosotros, debemos ofrecer el sacrifico de nuestras vidas. No simplemente de nuestras cosas, no de aquello que poseemos, aunque sea mucho y valioso. Lo mismo que en el matrimonio importan las personas que se entregan, que se donan mutuamente, y no tanto lo que uno lleva a él  (tierras, dinero, títulos, etc.), así también el sacrificio agradable a Dios, lo que nosotros debemos ofrecerle, es nuestra vida, no tanto, repito, nuestras cosas. ¿Qué valor pueden tener estas para el Señor? ¿Acaso carece de algo? Lo que quiere es nuestro corazón, nuestra voluntad, nuestras personas, nuestro amor. Todo lo demás sin amor, no vale nada. Sólo el amor, sin lo demás, lo es todo. Aunque con nuestro amor, con  nuestro corazón, debamos darle todo lo demás.

El Evangelio nos previene contra el miedo, contra nuestros miedos. Por eso nos exhorta el Señor: “No se turbe vuestro corazón”; ¡no tengáis miedo! ¡Cuántas veces lo repite en el evangelio! No tengáis  miedo, hombres de poca fe, dice Jesús. Porque la poca fe es la causa o el origen de nuestros miedos. Estos son más o menos vivos, más o menos grandes e intensos, cuanto mayor es el mal y más de cerca nos amenaza. Tenemos miedo, en general, por un futuro incierto; por los innumerables males que puede encerrar y porque nos pueden afectar directamente. Pus bien, Jesús nos dice: ¡no tengáis miedo! Fiaos de mí, creed en mí, apoyaos en mí.

El futuro de los que creen en Él lo ha predicho Jesús mismo. Me he ido para prepararos un lugar, porque en la casa del Padre, en el cielo, que es nuestra heredad, hay muchas mansiones. Nosotros tenemos la nuestra. Esa habitación tiene, por así decir, nuestro nombre escrito en su puerta. Pero hay que llegar hasta allí. ¿Cómo llegaremos sin extraviar el camino? Viviendo como cristianos, viviendo la vida de Jesús, imitándolo, “siguiéndolo”, creyendo en él, haciendo de nuestra vida un sacrificio agradable a Dios. Así estaremos en el buen camino que es Cristo, ciertos de alcanzar la morada que nos tiene reservada en el cielo. Si las cosas acaban bien, entonces todo está bien. No hay lugar para el miedo, si vivimos “con” y creemos “en” Cristo. Su victoria será la  nuestra. ¡No tengamos miedo!

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