Homilía del Sr. Obispo en el Viernes Santo de 2023

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Esta tarde de Viernes Santo la Cruz de Cristo ocupa el centro de nuestra atención y preside la liturgia en que celebramos la Pasión del Señor. Es la tarde de la gran desolación: los altares desnudos, sin cruz, sin manteles, sin cirios. Hoy no se celebra la Eucaristía, la Misa, la renovación incruenta del sacrificio de la Cruz. Hoy humillados, confusos, casi aturdidos, nos ponemos ante la Cruz del Señor, altar sobre el que el gran sacerdote, Jesús, se ofrece como sacrificio al Padre, muriendo sacrificado por nuestros pecados.

    Al inicio de la celebración, el sacerdote, tendido en el suelo, recogido con toda la Iglesia en profunda oración, se dispone a celebrar esta sobria y a la vez, solemne liturgia del Viernes Santo. Tras invocar con una oración la misericordia del Señor, el pueblo cristiano escucha y medita la Palabra de Dios. Primero la profecía de Isaías que anuncia lo que ocurrirá siglos más tarde. El profeta nos habla de un misterioso siervo de Yahwéh, un siervo maltratado, doliente, sin figura, sin belleza, despreciado, desestimado, triturado como el grano de trigo, “ante el cual, dice, se ocultan los rostros”, incapaces de mantener la mirada sobre la escena.

    Un dolor, un castigo no merecido porque este siervo no había cometido ningún crimen, ni se halló nunca engaño en su boca: es el cordero inocente llevado al matadero.  No son los propios delitos la razón de sus sufrimientos. Pero estos tienen tienen una causa bien definida que lo explica. El castigo no tiene lugar por un pecado propio; pero quien lo sufre, el siervo doliente, quiso apropiarse las rebeliones y los crímenes de otros, los de toda la humanidad. Sufre y muere por nuestros pecados que ha querido poner sobre sus espaldas: “El Señor cargó sobre sí todos nuestros crímenes”, “por los pecados de mi pueblo lo hirieron”. El profeta da un paso más porque la cosa no acaba con el castigo de unos delitos que han sido ciertamente cometidos, si bien no por aquel que lo sufre. Lo sufre, incluida la muerte, no se cansa de repetirlo el profeta, “como expiación” por los pecados de todos; “nuestro castigo saludable recayó sobre él”, insiste.

    Pero no termina la profecía sin unas palabras de esperanza: “sus cicatrices nos curaron”, dice; su sufrimiento, su dolor, es salvífico, fuente de vida: por sus heridas hemos sido justificados. En virtud de la Cruz de Cristo hemos sido transformados, de pecadores hemos sido hecho justos. Gracias a sus dolores hemos sido engendrados a la vida de la gracia, a la vida del Cristo resucitado que contemplaremos en su gloria el domingo de Resurrección. Así concluye el misterio de nuestra redención; por el misterio de la Cruz, Cristo se convierte en “autor de salvación eterna”, como hemos leído en la Carta a los hebreos.

    Cada hombre y mujer está llamado a comparecer, ante el trono de la gracia, para alcanzar misericordia y encontrar gracia para un auxilio oportuno. Dentro de unos momentos tendremos la ocasión de inclinar nuestra rodilla o inclinar piadosamente la cabeza ante el trono de la gracia, la Cruz, y confesar nuestra fe en su eficacia salvadora. “¡Te adoramos, o Cristo y te bendecimos, porque por tu santa Cruz redimiste al mundo”!

    Después haremos una oración de alcance universal en la que pediremos para que la acción sanadora de la sangre de Cristo, muerto en la Cruz, alcance a todos los hombres sin excepción.

    Hoy, con más razón que nunca, nos preguntamos: Señor, ¿por qué la Cruz?, ¿por qué una pasión tan dolorosa?, ¿por qué sufre terrible e ignominiosamente el justo por excelencia, que no conoce el pecado? ¿No había otro modo de hacer la redención? Todos seguramente nos hacemos estas o parecidas preguntas, sobre todo al contemplar el sufrimiento de los inocentes, la violencia injustificada, la guerra, los egoísmos, los odios, las divisiones, las ambiciones de los hombres que siembran de muerte y dolor el mundo. Un primer intento de encontrar una respuesta es hacer referencia a la justicia misericordiosa, de Dios: hace justicia a los pecadores, pero la hace en su propio hijo. El segundo y más válido intento de explicación radica en el amor infinito de Dios, misterioso en sí mismo, como misteriosa es la Cruz en la que la revelación del amor de Dios alcanza su culmen. El misterio del dolor humano más injustificado, que abraza el de todos los hombres, el misterio de la Cruz, encuentra explicación en otro misterio, el del amor, en el que no tienen cabida la venganza, la revancha, el desquite o el ajuste de cuentas, sino solo el perdón y la paz. Cristo es nuestra paz: la Cruz es el misterio del dolor y de la muerte iluminado con la luz de la Resurrección. El duelo entre el bien y el mal, entre el sufrimiento y la felicidad ha sido vencido en la Cruz por el amor de Dios. Regnavit a ligno Deus, en el leño de la Cruz el amor de Dios ha vencido al pecado y a la muerte que es su fruto.

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