Homilía del Sr. Obispo en la apertura diocesana del Año Jubilar 2025

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Apertura de la Puerta Santa. Fiesta de la Sagrada Familia
Queridos sacerdotes, religiosas, religiosos, queridas familias, fieles todos:
Celebramos la fiesta de la Sagrada Familia, constituida por Jesús, María y Jesús. El Señor la quiso desde el principio, y para siempre, formada por un hombre y una mujer, unidos de tal manera por el amor que serían una sola carne, en la que cada vida humana florecería como el más precioso de sus frutos. Al venir a este mundo como miembro de una familia, la santificó e hizo de ella camino de santidad. Mientras haya verdaderas familias en el mundo, unidas fuertemente por el amor, abiertas al don de la vida, habrá también esperanza. La familia es, ciertamente, fuente de esperanza. Como nace vida donde hay agua, así brota esperanza donde hay amor auténtico. Agradezcamos al Señor haber nacido en el seno de una familia cristiana, y pidámosle que cada una sea testimonio del amor inefable del Dios Uno y Trino. Un muy cordial salud para todas las familias en vuestra fiesta.
En coincidencia con las Iglesia particulares en todo el mundo, nuestra diócesis de Cuenca es convocada hoy, para celebrar solemnemente el misterio de nuestra redención al inicio del nuevo Año Jubilar, y para abrir la Puerta Santa, llamada a ser fuente de agua viva, de misericordia y perdón, para cuantos, al atravesarla, deseen experimentar el amor de Dios renovador, restaurador, sanador, que alcanza a quienes la atraviesan con fe.
Un año en el que la Iglesia multiplica los medios para que los fieles cristianos podamos gozar del don de la misericordia divina que nos llega con mayor abundancia, de manera que podamos lograrla con mayor facilidad. La Iglesia desea que en este año el poder de perdonar los pecados que el Señor le ha concedido (“a quienes perdonéis los pecados les serán perdonados”) pueda llegar a todos, invitándonos a reconocer humildemente nuestros pecados y a acercarnos con gozo a las fuentes de la salvación, de manera particular al sacramento de la reconciliación, que derriba el muro que nos separara de Dios y nos enfrenta a nuestros hermanos.
Significativamente el nuevo Jubileo ha dado comienzo en Roma, el pasado día 24, en la noche en que se ha manifestado la benignidad de Dios; el amor infinito, invisible, de Dios, a los hombres, que se hace visible en un niño que nace en duras condiciones de pobreza, frío y soledad, pero que es el Enmanuel, Dios con nosotros, el Mesías, Salvador, como hemos oído decir a los ángeles en la noche de Navidad, fruto bendito de una Virgen llamada María, confiado a los cuidados de un varón justo, de nombre José.
Nuestro Padre Dios que, a lo largo de los siglos, envió al pueblo de Israel hombres justos para reconducirlo, una y otra vez, por las sendas de la verdad y del bien; que, cuando el tiempo se cumplió nos dio a su Hijo para librarnos de nuestros pecados con el sacrificio de su vida, nos concede hoy, de la abundancia de su gracia, una nueva oportunidad para dejarnos bañar por el agua y la sangre que brotan sin interrupción de su costado santo.
Nos hemos reunido, familia y pueblo de Dios, en la iglesia de san Felipe, para alabar y bendecir a Dios, para orar durante unos minutos, escuchar la palabra de Dios y dar lectura a algunos párrafos significativos de la Bula de convocatoria del Año Santo. Después hemos venido en procesión hasta esta santa iglesia catedral, para subrayar nuestra condición de peregrinos que se encaminan hacia la Patria celestial, lugar de la promesa, donde se verán cumplidos -entonces sí-, todos nuestros más íntimos deseos, que nada ni nadie puede saciar mientras caminamos en este mundo. Peregrinos deseosos de experimentar los lazos que nos constituyen como familia de Dios, necesitados del perdón divino, ávidos de una esperanza bien fundada, una esperanza que no defraude, que no ceda al desánimo y supere toda suerte de pesimismo.
¿Dónde, en qué o en quién reside esa esperanza, una esperanza que no sea mera ilusión, placebo ineficaz, solución momentánea, espejismo engañoso? ¿Podemos pensar siquiera que esa esperanza existe? ¿No la pone cada época, cada filosofía, cada ideología, cada persona en algo que a la postre se revela engañoso, simple deseo? ¿No nos hemos sentido tantas veces desengañados ante promesas que aseguraban la liberación de los males de la humanidad, la solución de nuestros problemas? ¿Podemos esperarlo todo del así llamado “progreso”, de la ciencia, del arte, del poder cada vez mayor sobre las cosas, de las ideologías supuestamente salvadoras?
Pues bien, el Papa Francisco, ha querido poner la esperanza en el centro del mensaje del Jubileo que acabamos de comenzar. Nuestros deseos pueden ser satisfechos y nuestras preguntas obtener respuesta; no son un enigma irresoluble, que descalifica como ingenuo a quien se lo plantea y busca respuesta. Viene a la cabeza la escena del Evangelio en la que se nos narra que algunos discípulos de Juan Bautista fueron enviados por este para preguntar a Jesús: “¿Eres tú el que ha de venir o tenemos que esperar a otro?” (Lc 7, 19); ¿eres tú el Mesías, el esperado de las naciones, o tenemos que aguardar a otro? ¿Quizás no existe nadie a quien y en quien debamos esperar? ¿es la esperanza un sueño? ¿tienen destino universal las palabras que presiden la entrada en el infierno de Dante: “Oh vosotros los que entráis, abandonad toda esperanza”, porque el infiereno es el “lugar sin esperanza”?
La respuesta debe resonar ese año Santo con una renovada claridad y con el remozado vigor de nuestra primera profesión de fe: ¡¡Cristo, el hijo del Dios vivo, Él es nuestra esperanza!! El Papa nos invita a hacer del Jubileo una ocasión para “reavivar la esperanza”, para activarla cuando se presenten dificultades y encontremos obstáculos que amenazan con debilitar esta luz que ilumina la existencia del cristiano. Nos invita a alentarla en cada uno renegando de las falsas esperanzas, de los ídolos que son solo espejismo, apariencia, ilusión vana carente de fundamento.
Avivar nuestra esperanza y fomentarla alrededor nuestro, porque la esperanza cristiana, Cristo, ha iluminado todos los caminos humanos, ha esclarecido las situaciones más sombrías, nos da fuerzas para mantenernos firmes en la fe y perseverantes en el amor. ¡Sembradores de esperanza! hemos de ser para quien sufre violencia, para los privados de libertad, para los enfermos que necesitan recibir afecto, para los jóvenes que se mueven en horizontes cerrados, para los ancianos que piden ser acompañados, para los que buscan condiciones de vida dignas lejos de su patria, para quienes sufren la pobreza en cualquiera de sus formas: salud, techo, educación, abandono, maltrato desprecio. Piensa, mira a tu alrededor, y pidamos juntos a Dios Nuestro Señor que sepamos ser esperanza para quien anda necesitado de ella
Que en este Año Santo descubramos y recorramos caminos de reconciliación, primero con Dios, reconociendo y confesando humildemente nuestros pecados, y también con los hermanos. Hombres y mujeres nos quiere Dios, con un corazón misericordioso como el suyo, Padre nuestro que está en los cielos. En este día de vale la pena formular el propósito de crear en nuestro entorno ese ambiente grato, amable, que nace cuando pensamos antes de nada en los demás. Invoquemos a María, madre de misericordia, vida, dulzura, ¡esperanza nuestra! Amén.

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