Queridos Párroco y Vicario de esta parroquia de San José Obrero; queridos sacerdotes concelebrantes; queridos fieles todos de esta comunidad cristiana, reunidos hoy para celebrar la Santa Misa en este renovado templo parroquial. Al fin la espera ha llegado a su término. Nunca es tarde si la dicha es buena. Y pienso que la dicha es efectivamente buena. Agradecemos al Señor que la parroquia pueda disponer de este templo, que permitirá celebrar los Santos Misterios con mucha dignidad. Agradezco la valiosa colaboración de la parroquia que se suma al notable esfuerzo económico hecho por el Obispado. Agradezco en nombre de todos al sr. arquitecto que ha ideado y dirigido esta bella construcción, agradecimiento que se extiende a la empresa constructora, a los trabajadores, a quienes lo han limpiado a fondo y a todos los que de un modo u otro han colaborado en llevarla a buen fin.
Queridos fieles de esta comunidad cristiana de San José Obrero. Un templo es como una casa de familia, está hecha para albergar, para dar acogida a un grupo de personas que forman una familia. No es construida simplemente para ser admirada, para ser vista “desde fuera”: eso sería un monumento, no una casa de familia. Ha sido reedificada para acogeros, para ser lugar de encuentro, sobre todo, para celebrar juntos la fe común. Una casa no habitada carece de sentido como casa. Esta “viva” cuando la llenan las voces de los niños, los sueños de los adolescentes, la energía de la gente joven, la plenitud de las personas llegadas a la madurez, la experiencia de los que van adelante en los años. Está hecha para acoger la nueva vida que nace en el Bautismo, para educar y hacer crecer en la fe a niños y menos niños, para confirmar esa fe en la catequesis, para santificar el amor de los novios, para acompañar en sus dificultades, dolores y esperanzas a las familias, para sostener en los años finales de la existencia, para dar la vida sobrenatural de la gracia a los que nacen, para acoger y perdonar a quien se reconoce pecador, para repartir el Pan de la Vida, para bendecir los nobles amores humanos, para ungir y cerrar los ojos de quienes se van a la “casa grande de familia” que es el cielo. Un templo, una familia que es parroquia, una vida juntos, unidos, hermanos formando comunidad.
Hoy bendecimos este lugar que se convierte en un lugar sagrado dedicado a Dios y a las cosas de Dios, destinado a la celebración de los divinos misterios, al anuncio de la palabra, a la vivencia de la fraternidad. Cada domingo sois convocados como familia de Dios, para vivir la alegría de la salvación, para reavivar la conciencia de ser hijos de Dios y para consolidar los lazos que os unen, a pesar de las diferencias. Iglesia, casa, familia, calor de hogar, cercanía, comunidad viva con los brazos abiertos para todos, para los que estáis cercanos, para lo que estáis un poco más lejos, para los alejados, para los que quizás no quieren ser parte de esa familia, aunque nosotros deseamos y procuramos que lo sean.
Bendecimos la Iglesia parroquial en la solemnidad de San José, esposo de María, padre de Jesús según la ley, titular de la misma en su advocación de San José Obrero, carpintero en un sentido seguramente amplio, así representado en esa vigorosa imagen del presbiterio. Hombre justo como lo define el evangelio, callado –no conservamos una sola palabra suya-, exquisitamente obediente a Dios cumpliendo su voluntad en todo momento y circunstancia, esposo delicadísimo, trabajador apreciado por los demás que conocen a Jesús como el hijo del carpintero; que lo educó en las tradiciones de Israel y le enseño seguramente el oficio. Ser esposo de María y padre legal de Jesús fue su gloria, pero también causa de su sufrimiento. Justo y bueno como era, le tocó participar de algún modo en el misterio de María Virgen y en el de Jesús, Dios y hombre verdadero. Y eso fue para él causa de inmensa alegría, pero también de intenso dolor: cuando tuvo que ir a Belén para el censo, huir a Egipto, tierra extranjera, volver de allí y establecerse en Nazaret, y cuando Jesús se quedó en el templo. Dolores y gozo de san José, patrono de la Iglesia, de las vocaciones sacerdotales, por las que os pido una oración. Hizo siempre lo que Dios le pidió, fielmente, sin una queja, sin un mal gesto, sin poner un pero, sin objeciones, en seguida. Lo quieres, lo hago: como quieres tú, cuando quiera tú. Como dice sobriamente el Evangelio: hizo lo que el ángel le había dicho”. Nada más…, nada menos. Hizo en cada momento lo que se le pedía. Ahí radica su verdadera grandeza. Obedeció a Dios. Siempre. En todo.
Lo veneramos en su santidad, admiramos su obediencia, le pedimos su fidelidad. Es el padre de familia, es quien manda en su casa. Que sea para todos modelo que imitar, santo al que rezar, compañía cercana que sentir, auxilio en los momentos finales de nuestras vidas; que como patrono de la buena muerte, junto con Jesús y María nos recibe un día en la patria celeste para formar parte para siempre y gozar de esa Sagrada Familia. Amén.
Fotos: Hermandad Sacramental de San Fernando