Viernes Santo. Jesús muere en la Cruz. Se ha consumado todo según la voluntad del Padre. La Iglesia vuelve sus ojos al Crucificado que ocupa hoy toda la escena. No quiere que nada la distraiga de su contemplación del Señor de la Cruz, Señor, sí, porque se ha entregado libremente a la muerte: nada ni nadie lo ha forzado a hacerlo; nada ni nadie, ni dentro de él ni fuera, le obliga. Se entregó porque Él quiso, en un acto de libertad sin sombra. Las imágenes y las cruces han estado veladas durante la cuaresma. Hoy se desvela el Crucificado y se muestra a la contemplación y adoración de los fieles cristianos: ¡Este es el árbol de la Cruz donde estuvo clavado el Salvador del mundo! Y entonamos himnos de alabanza a la Cruz gloriosa que de patíbulo ignominioso ha mudado en trono del amor de Dios y fuente de salvación. El árbol que fue causa de la perdición de los hombres que buscan ser como Dios,es sustituido por el árbol del Dios que no ha desdeñado hacerse pobre como nosotros.
Con la Cruz en el centro de la celebración, la Iglesia escucha en profundo silencio meditativo la proclamación de la Palabra de Dios que habla por boca del profeta Isaías: Miradlo desfigurado, sin aspecto humano, espectáculo inenarrable, inaudito; sin figura, sin belleza, despreciado y evitado de los hombres; hombre de dolores, acostumbrado al sufrimiento, despreciado, desestimado. No se detiene el profeta en su dramática presentación del hombre de la Cruz e insiste en recordarnos que ese espectáculo lo hemos ordenado nosotros los hombres. “El soportó nuestros sufrimientos, y aguantó nuestros dolores; nosotros lo estimamos leproso, herido de Dios y humillado; pero él fue traspasado por nuestras rebeliones, triturado por nuestros crímenes”. Es justo que escuchemos el tremendo reproche de Dios y reconozcamos, ¡al menos hoy!, que “nuestro castigo cayó sobre él” y que “sus cicatrices nos curaron”. “¡Mirad!, nos anima el genial artista cuya música, hecha lamento, resuena estos días; “¡Mirad! ¿qué? al prometido, ¡Miradlo!, ¿cómo?, como al inocente cordero de Dios en el árbol de la Cruz inmolado”. E invita: una y otra vez: “¡Sangra, amado corazón!”.
El hombre en su injustificable banalidad tiende a negar la gravedad del pecado; en nuestro voluntario atolondramiento y ceguera parecemos haber perdido la conciencia de su gravedad. Como en un juego de niños establecemos las reglas, decidimos lo que es bueno o malo, nos arrogamos derechos inexistentes, simple creación humana que, luego, además, nos saltamos caprichosamente. El pecado de los hombres es la cosa más terrible que podemos imaginar. La criatura que se alza contra su creador, el hijo predilecto, cuidado, mimado por su padre Dios, que lo ofende y le escupe en el rostro. No existe mayor mal que el pecado; no es posible un desatino tan mayúsculo, ni un más irracional uso de la libertad, ni un engaño con peores consecuencias. Ciertamente no sabemos lo que hacemos cuando ofendemos gravemente a Dios. Estoy seguro: si comprendiéramos la realidad terrible del pecado, moriríamos de vergüenza y de dolor. Queridos hermanos, el precio del pecado es infinitamente más alto de lo que podemos imaginar: no es mensurable con oro o plata; su valor es la sangre del Hijo de Dios hecho hombre. Pidamos humildemente perdón. Triturado por el sufrimiento, entrega su vida por nuestra salvación; sus heridas nos han curado y de ellas mana incesantemente perdón y salvación. Tomó sobre sí el pecado de muchos e intercedió por los pecadores. ¡Viernes Santo!
Tras la lectura de la Pasión rezaremos por toda la humanidad, sin excluir a nadie, porque es voluntad de Dios que la salvación realizada en Cristo alcance a todos los hombres. ¡Cristo, salvador de los hombres! Que nadie se considere excluido, que nadie se juzgué incapaz de obtener el perdón de sus crímenes, que nadie se juzgue a sí mismo con una severidad que Dios no usa con el pecador; que cada uno se sienta el hijo pródigo a quien el Padre espera abrazar con amor infinito. Recemos por toda la humanidad. Por la Iglesia, para que, fiel a su Maestro, sea sal y luz del mundo; por el Papa y los Obispos, para que seamos verdaderos guías, con la palabra y la vida, del pueblo cristiano; por la unidad de todos los que creemos en Jesús como Redentor del mundo; por los judíos, nuestros hermanos mayores, para que consigan la plenitud de la redención; por los no creyentes, para que el Señor abra sus ojos a la luz de la fe; por los que rigen las naciones, para que gobiernen movidos solo por el bien común; por todos los que sufren,para que encuentren en la Cruz de Cristo, consuelo y sentido a su dolor.
Después de esta oración universal nos acercaremos hasta la Cruz y la veneraremos piadosamente con un gesto de adoración inclinando profundamente la cabeza o arrodillándonos ante ella. Agradeceremos a nuestro Señor la salvación que nos ha obtenido con su Pasión y muerte. Al contemplar la Cruz, pediremos a Dios la fortaleza necesaria para saber sufrir como su Hijo cuando llegue el dolor, cuando experimentemos el sufrimiento o nos alcancen la injusticia, el insulto, la difamación o la calumnia, la incomprensión, el abandono, el fracaso y los reveses, la enfermedad y la muerte: todos los males han sido cargados sobre sus espaldas. Cuando quizás veamos vacilar nuestra alma o debilitarse la fe en Dios, omnipotente y misericordioso, alcemos al Crucificado nuestra mirada. Cuando se eleve el tono de las quejas que brotan de nuestros labios, cuando la protesta arrecie y se insinúe la rebelión contra Dios, miremos al crucificado, que, siendo justo, murió por los pecadores y nos ha curado con sus heridas. Todas las quejas humanas, por justas que parezcan ser, todas las preguntas de los hombres que “exigen” de Dios una respuesta, quedarán siempre ahogadas en las palabas del Siervo doliente, el Siervo de Dios: “¡Pueblo mío! ¿Qué te he hecho, en que te he ofendido? Respóndeme… ¿Qué más pude hacer por ti? Yo te planté como viña mía, escogida y hermosa. ¡Que amarga te has vuelto conmigo! … ¡Pueblo mío! Qué te he hecho, en qué te he ofendido. Respóndeme”. Todo en nuestra vida ha de ser santificado, vivido con Cristo. También el dolor que es inseparable de la vida humana, de la que forma parte integrante.
La Celebración finaliza con la distribución de la Sagrada Comunión, precedida de la oración del Padre nuestro, en el que invocamos el perdón de Dios y ofrecemos nuestro perdón a los que nos han ofendido. ¿Habrá alguien tan insensato que niegue el perdón de la ofensa recibida, por grande que pueda parecernos, cuando acaba de recibir el perdón de los propios pecados, de la inmensa deuda que, por ellos, hemos contraído con Dios? ¿Seremos capaces de negar hoy el perdón, hoy, día de la universal perdonanza divina? Pidamos humildemente al Señor de la Cruz que arranque la raíz amarga de la malquerencia, la mala voluntad hacia quien sea, el odio que mata y destruye la vida personal, familiar y social.
La Sagrada Comunión que recibimos nos recuerda que no podemos amar a Dios si no amamos a los hermanos, que hemos de ponernos a su servicio; que el amor de Cristo por nosotros en la Cruz, ha de movernos a luchar sin descanso para extirpar de nuestras vidas todo aquello que pueda saber a egoísmo, a repliegue sobre nosotros mismos, a indiferencia ante el mal o la desgracia ajena. La Virgen Santísima de las Angustias nos enseña a perdonar al recibir a los hombres como hijos al pie de la Cruz. Amén.